El cine de Philippe Garrel (como mínimo en las dos películas que había tenido el placer de ver antes de ésta) ofrece un universo muy particular definido por historias de amor donde sus obsesiones se repiten hasta la extenuación: la sordidez, la melancolía, la lucha entre la libertad individual y la responsabilidad, la burguesía y el compromiso político; temas que dejan la sensación de ser retratos con alto contenido autobiográfico, casi sin ornamentos, y reproducidos a través de tonos narrativos diversos, y notorias reminiscencias de la ‹Nouvelle vague› francesa. En Un été brûlant nos presenta una historia de amor a la francesa sobre las desdichas de la condición humana, que salió abucheada del Festival de Venecia. Garrel no es un autor que busque volver locas a las masas y siempre ha tenido una acogida desigual por buena parte del público y la crítica, que le acusa de contar retazos de su vida sin demasiadas variaciones.
La película comienza con el accidente de coche de Fredéric que le provoca la muerte y servirá como punto de partida para mostrarnos mediante flash-backs los acontecimientos sucedidos un año antes. El joven es un pintor desahogado económicamente que no necesita vender sus obras de arte para ganarse la vida. Presenciaremos su relación con Paul, que trabaja como extra con la esperanza de prosperar como actor y distribuye en la calle un periódico revolucionario. El pintor vive con Angèle, una actriz que está rodando una película en Italia, formando una pareja cuya vida enteramente dedicada al arte deja poco espacio para la pasión entre ambos. En un plató, Paul conoce y se enamora de Elisabeth, que también se dedica a ser extra, y Frederic decide invitar a la pareja a pasar una temporada en Roma con él y su mujer para conocerse mejor. La relación del pintor con su mujer no está en su mejor momento y la convivencia de los cuatro se verá afectada tras la aparición en escena de un quinto personaje.
El director francés recurre a sus temas preferidos a través de una historia circular que empieza por el final y termina por el principio, aunque con un enfoque menos oscuro e intelectualizado que en anteriores trabajos. Su puesta en escena tiene reminiscencias teatrales, con una sensibilidad y dominio sugestivo del estilo y de la imagen irrefutable, a través de un relato de corte semi-experimental, con un montaje tan inconexo como sus personajes, y un ritmo sereno y contemplativo que otorga gran importancia a los silencios y las miradas. La narración está dominada por sus temas trascendentes de siempre, como el arte (especialmente el del cine y la pintura), la muerte, el suicidio, las pasiones y emociones de una pareja repleta de inseguridades, el desvanecimiento del amor por culpa de la desconfianza absoluta y los celos, la depresión, la amistad, y la intelectualidad burguesa revolucionaria post mayo del 68. Garrel presenta a los personajes a través del punto de vista de Paul, y no tiene ninguna intención en generar proximidad con ellos debido a su carácter fragmentario, elíptico y esquemático, con apariencia de improvisación. Para ello se hace valer de unos recursos narrativos bastante desmedidos, donde impera una voz en off agotadora, tan innecesaria como su acompañamiento musical. La ausencia de Banda Sonora le hubiese sentado mejor a la narración; no porque la partitura suave de piano y guitarra de John cale no dé la talla como tal, sino porque aparece de un modo forzado y disonante con las imágenes, provocando que se pierda parte de la autenticidad pretendida por su director. Hay que recordar que Philippe Garrel fue pareja sentimental durante 10 años de Nico, que participaría en varias de sus películas, y fue musa de Andy Warhol, además de cantante de The Velvet Underground, grupo mítico al que también perteneció John Cale, el autor de la Banda Sonora aquí.
Los personajes de Un été brûlant son pintorescos y egocéntricos, filosóficamente confusos e incoherentes, con la intención de hacerse notar, en especial Fredéric, un ser muy posesivo y repleto de celos, que utiliza constantemente la dualidad moral para regular sus pasos y los de los que le rodean. El principal lastre de la cinta está en que las acciones de la pareja protagonista no parecen emparentadas con su personalidad, y el frío vínculo que mantienen resulta poco natural a la hora de transmitir las emociones. Monica Bellucci y Louis Garrel son claramente superados por los secundarios Jérôme Robart y Céline Sallette (vista en la hipnótica Casa de tolerancia y la meritoria serie francesa Les revenants), cuyo primer encuentro en el estudio de grabación adquiere una interesante combinación de ineptitud y pasión, y mantienen una relación mucho más espontánea y menos crispante que la existente entre el dúo protagonista, principalmente motivado por el personaje del pintor, un ser anodino y poco sugerente que deambula en pantalla lloriqueando, con un discurso nihilista y unas elucubraciones de artista atormentado muy poco inspiradas. Louis Garrel no es un actor que destaque por su virtuosismo interpretativo, pero se entiende que su padre no pueda evitar la tentación de ponerle una cara familiar a sus vivencias. Monica Bellucci tampoco brilla especialmente (aunque en comparación con Garrel hijo sea todo un portento interpretativo), incluso en el plano erótico; su desnudo en la introducción poco tiempo después de dar a luz a su segunda hija carece de la sensualidad que siempre le ha acreditado, aunque participa activamente en una de las escenas más logradas sensorialmente de la cinta, bailando al son de un tema conocido de The Kings.
La cinta recuerda profundamente a El desprecio de Godard (aunque la comparación entre la química de Brigitte Bardot y Michel Piccoli con la del hijo del director francés y Monica Belluccci sea sangrante), y también tiene puntos de conexión con sus compañeros de fatigas de la ‹Nouvelle vague›: el protagonista tiene un talante indiferente que recuerda al personaje de Doinel de Truffaut, la improvisada teatralidad y la confrontación entre los personajes recuerda ligeramente al cine de Rivette, e incluso hay reminiscencias del naturalismo de Rohmer, pese a los problemas de empatía de sus protagonistas principales. Queda claro que Garrel juega en la misma liga que sus citados compatriotas (especialmente en la de Godard, autor al que admira profundamente), pero aquí lo hace sin la solvencia de éstos y con menor inspiración que en Inocencia salvaje y Les amants réguliers (los dos filmes de Garrel que había tenido el placer de ver), dejando una notoria impresión de cinta menor e irregular no exenta del interés que depara (especialmente para sus seguidores más acérrimos) estar ante la obra de un autor en el sentido estricto de la palabra, del que es muy fácil reconocer si nos encontramos casualmente ante una obra suya, además de resultar todo un acontecimiento que tenga lugar su primer estreno comercial en España. Más vale tarde que nunca.