En 1975, un año después la revolución de los Claveles en Portugal, la «confusão» reina en Angola, un país africano colonizado por los lusitanos que, después de quince años de luchas por su independencia, la conseguirá por fin tras la retirada de las autoridades portuguesas. Pero es solo un paso más antes de comenzar una interminable guerra civil que se prolongará durante más de dos décadas. Allí conviven las personas que huyen y las que se quedan. Las que se esfuerzan para mejorar las vidas de la población angoleña y las dos grandes potencias, Estados Unidos contra la URSS, dispuestas a lanzarse sobre las riquezas minerales y petrolíferas de un estado que quiere salir de la esclavitud y la pobreza. El siglo veintiuno comenzará en Angola o al menos eso es lo que dice Ryszard Kapuściński, el corresponsal polaco que desea conocer al comandante Farrusco, un líder que cambió del bando colonizador al de los sometidos, un temerario dispuesto a dejarse la vida por la libertad de los angoleños.
Un día más con vida salva con soltura todos los elementos que podrían ahogar la propuesta de sus directores. Desde las exigencias coyunturales por parte de los integrantes en una coproducción internacional formada por cinco países: España, Polonia, Bélgica, Alemania y Hungría. También funciona con su apuesta por unir una mayoría de metraje animado junto a otras partes rodadas con imagen real. Por supuesto, tampoco fracasa al sincronizar la diferencia tonal entre ficción y documental. Así que la película se constituye en una de las producciones más interesantes del cine europeo reciente, ya premiada por el público en el Festival de cine de San Sebastián de 2018 y pendiente de futuros galardones. Uno de los pilares en que sustenta su capacidad de conexión con los espectadores es el libro del mismo título, escrito por el propio Ryszard Kapuściński, una crónica contada de primera mano, acerca del comienzo de la guerra civil en Angola en los años setenta. Contrasta la magnitud de un conflicto que probablemente solo tuviera una cobertura marginal en la prensa internacional, a pesar de ser un campo de batalla constante para las grandes potencias antagónicas de la guerra fría, algo de lo que seguimos siendo cómplices desde hace unos cuarenta años, teniendo en cuenta la poca cobertura informativa que se da todavía sobre África.
El aspecto visual de las secuencias de animación conecta con films de Ariel Folman, Richard Linklater o Ralph Bakshi, debido a la mezcla de imagen real con dibujos. Argumentalmente también por la unión de documental con ficción. Además pueden recordarse films como Chico y Rita en esa tensión de lo real más lo fabulado. Sin embargo, tras la visión de Un día más con vida se aprecian otros motivos en el uso de un grafismo más emparentado con el comic o las novelas gráficas. Aparte de razones económicas que multiplicarían el presupuesto del film si se intentase recrear aquella época con actores y dirección artística reales, la virtud se halla en el uso del metraje animado como un valor que sirve para soportar mejor la violencia implícita en la historia, en un viaje que se aproxima demasiado a las víctimas del genocidio que se derivó de la lucha armada. No evita reflejar esta tragedia pero la trata con un respeto loable hacia los muertos, sin maquillar las matanzas, apoyadas por breves fotos de los sucesos con la textura impresa de un periódico.
Raúl de la Fuente y Damian Nenow recrean ese convulso 1975 con la intensidad de los grandes reportajes, apoyados en datos, ejerciendo como divulgadores y dotando de ritmo envidiable a la progresión del relato. Pero la fuerza esencial de su narración audiovisual se remonta al cine de aventuras, a las tramas de corresponsales en el extranjero y al aliento transmitido por escritores clásicos como Joseph Conrad o Jack London.
Una secuencia de inicio en la que el protagonista se presenta por su nombre, profesión y el lugar en el que comienza su historia, en Luanda, capital de Angola. Ryszard Kapuściński se mimetiza con el héroe obsesionado por describir sus vivencias, empeñado en divulgar al mundo lo que ocurre allí. Sin renunciar a su protagonismo el film gana por un reparto coral de secundarios llenos de carisma, capaces de robar el plano al reportero. La guerrillera Carlota, Nelson, Queiroz o Farrusco dotan de profundidad a unos personajes con los que no decae la acción, roles que son mitificados en los cortes a escenas rodadas con las personas vivas en las que se basan, introducidos por encuadres similares a los que los preceden en su versión gráfica. Lejos de resultar torpes estos incisos en la actualidad, la inclusión de la imagen real amplía la épica del relato.
El balance final triunfa en la condición de documental con interés histórico sobre las revoluciones, el colonialismo y la situación africana. Pero mejora con el beneficio de asistir a una película de aventuras que se sitúa junto a otras joyas con el periodismo como catalizador, films como El año que vivimos peligrosamente, Bajo el fuego o El gran carnaval. Más allá de las similitudes argumentales con El corazón de las tinieblas, ya reconocidas por los cineastas, el largometraje consigue un equilibrio difícil entre las técnicas de representación documental o ficticia que alterna. Recurre a una banda sonora compuesta por Mikel Salas que supone un apoyo emocional importante para el desarrollo de las secuencias. Consigue que no decaiga el interés por un ritmo acorde a la narración, sin aceleraciones innecesarias ni escenas de relleno. Podría haberse prolongado con un metraje más extenso, pero también acierta en las proporciones de ficción, recreación y documental. Y pone los pelos de punta con esos planos generales que muestran cargueros varados en la orilla de las playas angoleñas; con las carreteras recorridas cuarenta años después por los artífices de la historia. Con la necesidad transmitida por la devoción de los directores, para leer este u otros libros de un cronista esencial para el final del siglo XX como fue Kapuściński.