La secuencia germinal de Un cuento de pescadores, a modo de prólogo, nos introduce en la mística del universo desde el que Edgar Nito desarrollará su segundo largometraje tras las cámaras, componiendo a la par una atmósfera que se perpetúa a lo largo y ancho del relato, haciendo eclosionar un cine de género que conecta directamente con los meandros de esa leyenda. El cineasta mexicano alude así al folclore —en este caso, aproximándose a la figura de la Miringua, un espectro que habita en la zona de Michoacán embrujando a los hombres para arrastrarlos junto a él al lago, donde se ahogarán— para trazar un film que, como en Huachicolero, su laureado debut, queda vertebrado desde aquello que se siente propio para terminar percutiendo a través de un cine de género que se presenta quizá como la herramienta articular del cine de Nito. En ese sentido, la capacidad por componer dichas atmósferas apoyándose en la faceta visual, hace de Un cuento de pescadores un film que, sin necesidad de propiamente aterrorizar, dota de un cierto sentido, de una incertidumbre patente, a sus estampas; sí, una cualidad que es posible que se pierda cuando su autor se pasa de frenada y opta por un tratamiento mas directo, no tan sugestivo y quizá sí mas tosco, incluso abrupto, pero que no obstante no hace naufragar su propensión a un horror que se dirime en sus tonalidades y hace, las veces, de la puesta en escena uno de sus mayores aciertos, permitiendo fluir y transferir un interés que Nito no logra captar en esa amalgama de relatos adheridos a los lugareños que cercan ese río donde acontece la acción, quedando en ese aspecto una propuesta mucho más deshilachada, que no parece saber bien cómo integrar esa faceta mas dramática en su reverso donde confluyen terror y fantástico.
Estamos, pues, ante una obra de trazo desigual, donde pesa la disgregación de los distintos relatos que propone Nito, y que si bien están sujetos por una leve conexión, no terminan de quedar cohesionados bajo un todo por más que el microcosmos que teje el mexicano pueda resultar ciertamente sugerente por el modo en cómo aprovecha sus escenarios y fragua en ellos una ambientación de lo más lograda. Aquello que Un cuento de pescadores logra con un tono bien integrado y uniforme a raíz de su conexión con el fantástico, no halla en la coralidad del relato las mismas virtudes, quedando este expuesto y dejando entrever ciertas carencias en la parcela dramática que ya quedaban expuestas en su debut, donde aunque sus conatos de thriller funcionasen como eje vertebrador de la crudeza del universo que exponía en Huachicolero, su forma de apelar a las emociones se sentía un tanto destemplada, sin terminar de afianzar aquello que otorgaría un contraste mucho mayor a su cine.
Pese a ello, y a que su segundo largometraje no encuentra las claves desde las que certificar sus virtudes, este nos acerca a un cineasta que, en su traslación de la fisonomía de los parajes de su tierra a un cine que transite lo irreal en busca de nuevas fronteras —tal y como ya habia logrado su compatriota Amat Escalante, aunque con mejores resultados, en La región salvaje—, es capaz de tejer imágenes de auténtica fantasmagoría que permanecen en la retina, anticipando un cineasta que, a poco que sepa madurar su narrativa y conectar esa parte afectiva, posee el potencial necesario para continuar explorando con certeza los rincones de un horror (y sus heridas) que se antoja mas pertinente que nunca abordar.
Larga vida a la nueva carne.