Salta a la vista que el objetivo principal de Un cerdo en Gaza es hacer un llamamiento amistoso al alto el fuego en tierras israelies, o más bien aportar su grano de arena a una idílica disolución del conflicto armado árabe-israelí. De ahí que la opera prima de Sylvan Estibal esté planteada mediante un lenguaje simpático y desenfadado, un estilo narrativo claramente destinado a despertar sonrisas que en ocasiones roza la ingenuidad. Una ingenuidad en realidad nada extraña si pensamos que la intención del director uruguaiano es un reto casi imposible: su pretendida imparcialidad está destinada a topar constantemente con la evidente subordinación sufrida por parte de uno de los dos bandos retratados, algo que ni siquiera su película se ve capaz de obviar. De hecho, de ahí nacen las principales contradicciones del film, que ponen en evidencia lo difícil que resulta mantenerse neutro ante determinadas circunstancias. Y es el choque entre esta imparcialidad imposible y la pretensión de Estibal de hablar en clave cómica lo que convierte Un cerdo en Gaza en una obra menor. Pero este no es el único obstáculo que se antepone a la película.
La intención de Sylvan Estibal, sobra decirlo, es del todo legítima. No obstante, el problema se da a mitad del camino de llevarla a cabo. Lo que tenemos ante nosotros es a un director que se propone hablar de un conflicto determinado mediante un lenguaje amistoso, motivo por el cuál decide pasar por el filtro de la comedia un tema en realidad dramático. Hasta aquí nada nuevo. El obstáculo está en que Estibal se sirve de un material cuyo potencial no da para más que una comedia ligera, algo que no seria un problema si Un cerdo en Gaza no desprendiera una evidente pretensión de ser una pieza reflexiva (especialmente por su final). Recordemos, por ejemplo, la surrealista conclusión que se da en la conversación que Jafaar (protagonista de la película) mantiene con su médico de cabecera. Escenas tan surrealistas como esta o el juego de enredos entre los militares que habitan el tejado de Jafaar y el cerdo que este esconde en su bañera dificultan que tomemos en serio otras situaciones necesariamente planteadas en clave dramática. De ahí que la película parezca no saber hacia que género decantarse para terminar cayendo en tierra de nadie.
Sin embargo, esta insistencia por parte del director en hablar en clave amistosa, esta especie de ingenuidad antes mencionada, en cierto modo ayuda a que la película se gane el cariño del espectador; o cuando menos hace más ligero su visionado y facilita que se pasen por alto ciertos tropiezos argumentales. A ello contribuye también la entrañable caracterización del personaje principal Jafaar, magníficamente interpretado por Sasson Gabai y cuya torpeza e infinita inocencia logran arrancar más de una carcajada al espectador. Su actitud, además, sostiene el equilibrio perfecto entre una comicidad en acorde con al aire desenfadado de la película a la vez que suficientemente contenida para lograr un resultado creíble. De hecho, no es disparatado decir que el actor es en realidad el mayor responsable de que el film se sostenga. Con todo, estamos ante una película intrascendente que ni logra abarcar la seriedad suficiente para ser el relato reflexivo que pretende ser ni contiene los ingredientes imprescindibles de una buena comedia satírica, pero que aún así no deja de ser una pieza capaz de distraernos durante una hora y media.