Actrices maltratadas por el paso del tiempo. No es el problema lo que los surcos marca en su piel, es el olvido que sufren durante años cuando los cineastas parecen olvidar su experiencia e idoneidad para ciertos personajes. Pero esta maldición se va disipando poco a poco, cada vez encontramos una presencia más poderosa de estas mujeres de carácter y saber hacer, que buscan algo más que la propia representación de ese olvido cinematográfico que marcaban narrativa y visualmente películas como ¿Qué fue de Baby Jane?.
En los últimos meses me he cruzado con películas como Nico, 1988 o La última locura de Claire Darling, donde no solo destacaban sus actrices protagonistas, Trine Dyrholm y Catherine Deneuve en los respectivos títulos, también la labor de sus directoras aproximándose a mujeres con marcadas personalidades y reconocidas en su ámbito (una real, otra ficticia), que era imposible que nos dejaran indiferente.
Sí, Jacek Borcuch rompe esta corriente siendo hombre, pero rebusca en este tipo de cine para sacar adelante el personaje que interpreta Krystyna Janda, una actriz que en su juventud trabajó con directores como Wajda, Kieslowski, Zanussi y Szabó entre muchos otros, paseando su talento por Europa hasta cruzarse con esa edad indeterminada que frena la carrera de casi cualquier actriz. Un poco por veneración hacia su trabajo, y mucho por saber que una actriz con estas tablas puede interpretar de un modo impactante cualquier papel, Borcuch consigue que Janda despierte el interés con su versión de Maria Linde, una escritora de vuelta de todo que convive con su madurez y las palabras de un modo que no siempre encaja en una encorsetada sociedad.
Aprovechando la sabiduría de quien lleva años recibiendo el halago constante de los demás, Linde asoma con su calma en la relajada población de La Toscana donde vive con su marido, su hija y sus dos nietos, que se muestran como el epicentro de algo que tiene atado, pero tal y como avanza la película, destila esa impresión de plenitud estancada, inclinándose a buscar otros intereses en los que centrar su tiempo, confirmando que no hay un “tarde” cuando hay decisión.
La estructura de Un atardecer en la Toscana (Dolce Fine Giornata en su título original) es sencilla. Lo cotidiano va dando forma a esas pequeñas fugas físicas y mentales de la escritora, donde hay tiempo tanto para la reflexión como para el discurso, enmarcando la situación en la belleza visual que aporta su apartado hogar en mitad de la naturaleza. Pero no todo el peso recae en Krystyna Janda para justificar sus actuaciones. Pronto aparecen personajes como el joven turco, con el que mantiene una estrecha relación más allá de lo intelectual, o el inspector de policía, que se mueve entre los trámites de legalidad y la corrección política. Con ello el director busca hablar de algo más que de la mujer decidida y cambiante, centrando en ocasiones la mirada en el estertor migracional, siendo estos personajes (también ella como polaca, hija de una minoría asolada por la guerra) quienes han llegado desde países poco agradecidos con sus habitantes y no siempre bien vistos en la Europa «avanzada». Aunque parece factible mezclar la búsqueda personal con la crítica visible por la no conjunción de culturas en personas que claramente están a favor de la integración, en ocasiones se fuerzan las palabras, y al quitarles importancia no se consigue la contundencia que se espera en su claro mensaje.
Un atardecer en la Toscana tiene esa vibración constante de agradable encuentro, conjugado con un mensaje que nos habla sobre la importancia de lo dicho más allá de la intencionalidad, en un momento en el que parece implorarse el silencio cuando se tiene una opinión incómoda, y que no niega darlo para demostrar la incongruencia social en la que se vive. Aunque el mensaje es superfluo, la evolución de Maria Linde es apoteósica dentro de su naturaleza, haciendo de la película una aventura de la que disfrutar.