Intimidad y política de una memoria escindida
El 13 de noviembre de 2015 tuvieron lugar varios ataques terroristas perpetrados por islamistas radicales en diferentes puntos de la ciudad de París, entre ellos, la sala de conciertos Bataclán. En su nueva película, Isaki Lacuesta adapta el libro Paz, amor y Death metal, de Ramón González, un testimonio literario escrito por una de las víctimas de los terribles sucesos de aquella noche en el cual se aborda no solo la masacre, sino también las consecuencias psicológicas que arrastró el mismo autor meses después. Así, en Un año, una noche, la reconstrucción memorística vuelve a ser para Lacuesta un camino de sanación personal a través del cual superar el trauma de un pasado desdibujado, pero inevitablemente aflictivo. Sin embargo, el filme es más certero como retrato personal de una pareja en crisis debido a su incapacidad por aceptar mutuamente su condición de víctima que en la conjunción de tiempos entrelazados de la cual aflora un discurso político inconcluso y superficial.
La escisión, tanto interna como externa, sufrida por los protagonistas, Ramón (Nahuel Pérez Biscayart) y Céline (Noémie Merlant), es presentada desde el inicio a partir de su (des)colocación en el piso que comparten. Los reflejos difusos de los personajes en diferentes encuadres apuntan a una ruptura emocional entre ellos, pero también a una sensación de pérdida y disipación del lugar que ocupan en el espacio y tiempo presentes; es decir, como si la mitad de su cuerpo y mente aún estuvieran en la sala Bataclán. Por ello, resulta frustrante que Lacuesta, quién demuestra, una vez más, la sutileza y profundidad con la que articula, únicamente mediante la composición y textura del plano, el conflicto esencial de sus personajes, necesite apelar a una especie de invasión del recuerdo traumático en la cotidianidad de los protagonistas a través del corte abrupto, entorpeciendo un trabajo de pura imagen por culpa de un montaje evidente y forzado. De hecho, Un año, una noche contiene instantes visuales conmovedores y, en algunos casos, prácticamente imperceptibles, a los que le siguen diálogos o elecciones de edición bastante cuestionables.
En una secuencia en la que la pareja va a cenar con la familia de Ramón, en España, la conversación es relajada y algo estúpida. La cámara parece servir al diálogo entre personajes, no obstante, deja a Céline o bien en fuera de campo u ocupando la mitad del encuadre; esto es, deslocalizándola, de nuevo, del espacio en el que se encuentra, y representando, sin ni siquiera mostrar su rostro, la incomodidad que siente entre la familia de su novio. La idea es mantenida hasta el final de la secuencia, cuando ella abandona la mesa y Lacuesta la sitúa en segundo término, pero, sin duda, se materializa maravillosamente en otro momento de distanciamiento en el que, en un plano donde los dos están estirados en la cama, la figura de Ramón da la espalda al rostro oscurecido de Céline. Ahora bien, las dudas surgen cuando Lacuesta intenta verbalizar este conflicto, no para reforzarlo, sino para añadirle una capa política algo problemática, tanto por su punto de partida como por la simpleza de su ejecución.
En aquellos pasajes en los que Ramón y Céline discuten sobre las razones y consecuencias políticas del atentado, Lacuesta, por un lado, parece obviar la necesidad de redimensionar la imagen de su película para que de ella pueda manifestarse un discurso político que no dependa de lo verbal, sino que surja de las características de su puesta en escena. Por el otro, la reducción de una experiencia política colectiva a la vivencia personal podría hallar una legitimación si el filme no pretendiese recurrir a ciertos discursos banales sobre la instrumentalización de la memoria, porque trazar esta idea desde un solo punto de vista tratándose de un atentado terrorista es, de entrada, incongruente, y más aún si, además, te tomas la libertad de recrear, de nuevo, desde una sola subjetividad, el incidente abordado, algo que títulos contemporáneos como Richard Jewell (Clint Eastwood, 2019) o Día de patriotas (Patriot’s Day, Peter Berg, 2016) sí han sabido comprender. Así pues, pese al notable acercamiento comprendido en Un año, una noche a una intimidad desapegada de su presente, el filme de Isaki Lacuesta fracasa formal y conceptualmente al intentar aportar una reflexión política totalizadora anclada en una individualidad concreta y, por lo tanto, de carácter unidimensional, a un acontecimiento que, irremediablemente, reside en una memoria colectiva.