Quien abandone la sala pensando que Joachim Lafosse ha filmado una película más sobre los estragos de una familia al lidiar con una enfermedad se equivoca. La intranquilidad a la que alude su título se ve reflejada en un film sesudo, pragmático y convencido de sí mismo y de su desarrollo. Sobre todo durante la primera mitad se busca evitar cualquier alusión a una patología o diagnóstico específico, y Lafosse, que no es el primer drama familiar que filma, se limita a estudiar a los personajes desde las posibilidades del medio. De hecho, esta voluntad recubre todo el metraje, aunque funciona con más solvencia cuando la narración va mostrando de forma progresiva indicios del desquicie del protagonista.
Lafosse aprieta las tuercas con respecto a una temática con la que es difícil batallar sin caer en el tremendismo, y a través de la concordia entre muchos elementos logra mantener el discurso a flote. La puesta en escena transmite una justificada inconstancia durante la primera mitad, para después estabilizarse en la segunda, en base a una visión más calmada del espectador hacia una situación que ya puede sentir de cerca. Y para lograr ese efecto se necesitan unos protagonistas creíbles.
La película tampoco cojea en ese sentido, porque Damien Bonnard está extraordinario en el rol de ‹pater familias›. Es capaz de sostener una interpretación que pide a gritos una relación equidistante entre la posición del cineasta, la distancia de la cámara y los personajes a su alrededor. Sus movimientos corporales contagian frenesí a la par que ternura, y Un amor intranquilo va creciendo como una olla a presión de acuerdo con su estado de salud mental.
En el prólogo y durante el primer acto sus síntomas parecen asociarse a la ansiedad o la hiperactividad, también debido a la presión que le supone su oficio de pintor. Sin embargo, en el instante en el que debe regularizar la toma de pastillas se deja entrever que sufre de algo más serio, y sin que nos demos cuenta los planos optan por separarse más de los cuerpos, contrariamente a una tensión creciente. La dinámica de Damien puede poner en riesgo la integridad física y la estabilidad psicológica de su mujer y de su hijo pequeño, interpretados con mucho corazón por Leïla Bekhti y Gabriel Merz. Éstos son pilares fundamentales para el relato y, por supuesto, para Damien, a quienes el rumbo de la historia otorga instantes de gran calado emocional, sin otro objetivo que el de esquivar subrayados innecesarios.
No obstante, llega el punto en el que Un amor intranquilo agota su propia fórmula, y empieza a dar demasiadas vueltas alrededor de unos mismos esquemas argumentales. Nada, sin embargo, que los actores no puedan remediar con su entrega total. Les baña siempre un tono azulado, tanto desde la vestimenta como de la corrección de color, y cuando el guión se estanca ellos responden con mucha franqueza ante la cámara, por lo que la experiencia termina resultando dura pero gratificante.