Diego y Miguel conforman una extraña pareja que vive en un humilde piso de La Habana. El primero se encuentra postrado en una cama todo el día mientras lucha contra el SIDA. El segundo trabaja fregando platos, pero su mente solo tiene espacio para Estados Unidos, el país al que desea trasladarse algún día y en el que ya ha solicitado el visado. Mientras tanto, personajes tan variopintos como una adolescente embarazada, un joven que se prostituye o la anciana “jefa” del edificio, revolotean por el domicilio conformando una troupe bastante peculiar.
Últimos días en La Habana sintetiza una semana decisiva para la vida de muchos de estos personajes. Fernando Pérez dirige el largometraje recientemente ganador del premio a la mejor película iberoamericana del Festival de Málaga, un film que pretende transmitir algo más que unos simples retratos de diversos habitantes de la capital cubana, ya que sus escenas son casi un croquis de la realidad social del país, del choque sociopolítico entre generaciones y entre pasado y futuro de Cuba.
En cualquier caso, parece evidente que Últimos días en La Habana busca hacerse fuerte a través de dos vertientes. Por un lado, la construcción de unos personajes que, bajo un aura de extravagancia, contienen muchas cosas interesantes. Sus personalidades, en un primer momento disparatadas, devienen en un cóctel dramático que Pérez resuelve con precisión y bastante naturalidad. Por otro lado, precisamente ese enfoque de cotidianidad es lo que hace interesante el film en su segunda mitad, ya que es entonces cuando alcanzamos a comprender las dimensiones de los sueños de los respectivos personajes y su relación con el “todo” que es la mítica ciudad en la que residen. De esta manera, Últimos días en La Habana no es la clásica obra que toma a la localidad como protagonista por encima de sus habitantes, sino que son precisamente estos los que dan color y vida a sus calles y edificios.
Una de las decisiones que favorecen esta naturalidad es el dejar que el paso de las escenas explique el pasado de los protagonistas, sin provocar que se nos ofrezca una descripción detallada del porqué. Nunca es sencillo alcanzar un término medio entre la sobreexplicación y el desconcierto, pero Pérez consigue aquí algo bastante meritorio. Se nota especialmente en lo referido al personaje de Miguel, un tipo de gélida mirada y escasas palabras pero que, de la mano de una TV, un mapa y un libro, abre su corazón a ojos del espectador. Su carácter contrasta con el de la arrolladora Yusisleydi que, con una presencia vivaz e incansable, marca el punto diferencial que resume la diversidad de personalidades que pueblan La Habana.
Aunque la segunda mitad de la película está resuelta con bastante tino, la escena final resulta algo desconcertante. Sin entrar en spoilers, diremos que no es poco habitual mostrarla en un desenlace, pero sí se siente extraña en el contexto general del film. Es posible que Pérez haya pretendido otorgar una perspectiva todavía más humana y pareja con la realidad, pero parece inevitable pensar que la presencia de esta secuencia marca un pequeño punto de ruptura formal con el resto del metraje de Últimos días en La Habana. Es, quizá, la rara avis de una película que posee bastante fuerza dramática sin esquivar ni las cosas buenas ni las amargas que existen en toda existencia humana. Cuba ha presenciado muchos hechos históricos durante los últimos 70 años, ha virado política y socialmente en incontables veces y todo ello queda reflejado a través de un puñado de personajes peculiares en apenas hora y media de cinta. Últimos días en La Habana se antoja, pues, como un film recomendable de ver… y de vivir.
La película me ha encantado. Creo que el final está planteado para redondear la historia en el sentido de señalar que no habían alternativas buenas o malas, simplemente era un afán por la sobrevivencia. He escrito tb una reseña que pueden consultar aquí: https://miradaoculta2017.blogspot.pe/2017/07/los-ultimos-dias-en-la-habana-la.html