Si en algo destacó el año 2017 en la vida del provocador director Bruce LaBruce fue en la concatenación de proclamas y soflamas (feministas o nazis, pero siempre radicales) de dos películas que decidió intersectar. Una de ellas fue The Misandrists, ya hemos hablado de ella. Allí la actriz Susanne Sachße era la líder del movimiento radical feminista vestida de monja sexy. Sus chicas, futuras mujeres misándricas, se enrollaban en un cuarto mientras veían porno gay y aparecía de nuevo Sachße en pantalla, esta vez con gabardina masajeando un cerebro conservado en hielo que repetía «headache, headache, headache», y nos ofrecía una secuencia clave para fijarnos en Ulrike’s Brain, la otra propuesta con la que tomábamos un primer contacto. La actriz, como vieja colaboradora de LaBruce, aparecía en el film que encaja como engranaje en la más terrorista y erótica propuesta de todas ellas, The Raspberry Reich. Circuito completado.
Elige dos figuras antagonistas y a la vez referentes en sus propios movimientos políticos que lucharon desde la palabra para hacerse notar y los reduce a despojos de cuerpos ya muertos para volver a glorificar su esencia. La primera es la militante izquierdista Ulrike Meinhof de la que poseemos su cerebro (con dolor de cabeza), de este pedazo que queda presente surge un habla distorsionada (casi apitufada) que recita algunos de sus discursos. El segundo es Michael Kühnen, líder del movimiento neo-nazi —en este caso se puede destacar que era gay y murió de SIDA—; del hombre persisten al paso del tiempo sus cenizas y de su urna se identifica directamente su voz, grabaciones reales con sus dictados.
Así volvemos a las bases de Bruce LaBruce: el sexo, una ofuscada teatralidad, la revolución.
El director exprime en una película corta con aires de performance muchos elementos. Para empezar tiene un extraño modo de homenajear todas esas películas de ‹mad doctors› de serie B y los personajes que se hicieron pasar por dioses para crear nuevas vidas. Lo hace a partir del infundio —siempre se rumoreó que realmente se “robó” el cerebro de Meinhof una vez muerta—, casting incluido y defensa populista del hecho. No es tan importante el ver a la doctora haciendo su trabajo como especular con una futura dama de la izquierda perfeccionada. Al mismo tiempo añade ritos satánicos para que el señor nazi mute en un nuevo ser que alce su voz para aleccionar otra vez. Así la doctora hace de Dios y el nazi de Diablo para que los extremos se toquen, aunque sea dialécticamente en una rueda de prensa.
¿El resultado? Zombificar los ideales, destruirlos al ver que la manipulación externa y la reformulación del pasado no funciona. LaBruce siempre está a favor de recrear parodias que podrían llegar a tomarse en serio por el fondo complejo que les mete de soslayo. Si con Die dritte Generation Rainer Werner Fassbinder se reía del terrorismo, LaBruce se pone el traje de director germano para la ocasión y ametralla a todo nostálgico de otros tiempos (que no mejores), jugando con lo feísta y lo sexual para encontrar paralelismos en la creación de nuevos líderes, Frankensteins cuyo encuentro es explosivo.
Bruce LaBruce ha bailado encima de tumbas inexistentes y se ha quedado tan a gustísimo.