Ucho – La oreja (Karel Kachyna)

Incluida de forma indiscutible en una de las diversas recopilaciones del libro Las 1.001 películas que hay que ver antes de morir, Ucho (o La oreja) es una de esas cintas que transgreden los límites cinematográficos para convertirse en un sano, ácido y clarividente ejercicio de política ficción de primer orden, de esos que raramente se imparten en las escuelas y universidades que ofrecen en sus planes de estudio asignaturas relacionadas con la ciencia política. Incrustada en los cimientos de la tardía Nueva ola checoslovaca el film fue dirigido en 1970 por el legendario Karel Kachyna, sin duda una de las mayores estrellas del movimiento centro-europeo. Sin embargo, la obra no pudo pasar el filtro de la férrea censura comunista de la época por lo que su estreno fue retenido durante veinte años, no siendo hasta la instauración de la democracia en la antigua Checoslovaquia allá por 1989 cuando por fin esta majestuosa obra de arte pudo sacar a la luz su afilada crítica en contra de las miserias y mezquindades presentes en el Régimen Comunista checoslovaco, y fundamentalmente en los secuaces que deformaban el original mensaje político para amoldarlo a sus necesidades individuales contrarias al bien común que predicaban en público.

Ucho

Sátiras que ridiculizan la estupidez que parece adornar las coronas escasas de intelecto de los mentecatos políticos que nos gobiernan existen y existirán a raudales en el cine. Sin embargo, lo que convierte a La oreja en una pieza única y por tanto que brilla con luz propia en el firmamento cinematográfico mundial es su apuesta por verter esta mordaz puya de una manera aparentemente innovadora centrada en narrar una trama de cine de entretenimiento de estilo muy teatral que lleva al terreno conquistado por el cine de terror gótico una epopeya que mezcla el argumento de ¿Quién teme a Virginia Woolf? con las fábulas escritas por George Orwell. Igualmente reivindicable y digna de alabar es la gallardía que demostró Kachyna al poner en marcha un proyecto que denunciaba las partidarias purgas llevadas a cabo por el presidente Gustav Husak dentro del partido comunista en el momento de mayor apogeo de las mismas, ya que el cineasta checoslovaco no dudó en arriesgar su carrera para lanzar un grito desgarrador al mundo acerca de los injustos procedimientos desarrollados por el partido en el poder.

Resulta sencillo adivinar las semejanzas existentes en la obra reseñada con una de las cintas más aclamadas por crítica y público en los últimos tiempos, La vida de los otros. Ambas comparten una visión descreída acerca de los tejemanejes ejercidos por la dictadura comunista imperante en la época en la que se desarrollaba la trama, e igualmente se atisba en ambas la paranoia enfermiza que este Régimen fagocitador de libertad instauró en parte de los honrados ciudadanos así como la depravación que existía tanto en los altos cargos políticos como en funcionarios que no dudaban en cambiar su ideología en función del rumbo con el que el aire hace girar una veleta.

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Así, la película funciona como un perfecto reloj suizo narrando en forma de metáfora alegórica dos historias aparentemente lejanas entre sí, pero que simbólicamente están cortadas por el mismo patrón. Por un lado seremos testigos de la crisis conyugal experimentada por el matrimonio protagonista compuesto por un ambicioso político bastante trepa y pelota (Ludvik) y su atormentada mujer (Anna), una ex-maestra de la antigua burguesía checa que dejó su trabajo para acompañar a su marido en su ascendente carrera dentro del Partido Comunista. El matrimonio acaba de celebrar su décimo aniversario de bodas en el momento de mayor lejanía en cuanto a cariño afectivo mutuo. La pareja se encuentra en un punto de no retorno a punto de desmoronarse por completo, pero se ha visto obligada a hacer el paripé esa misma noche para acudir a una fiesta organizada por los altos cargos del Partido Comunista con el fin de agasajar a unos camaradas procedentes de Moscú. 

Una vez finalizada la recepción, Ludvik y Anna arriban a casa sumidos en una nihilista borrachera de éxito y desesperación personal. Sin embargo algo no encaja. Parece que la luz del lujoso apartamento familiar se ha cortado por un acontecimiento que escapa a la comprensión del matrimonio. Sin luz y bajo la iluminación de un pobre candelabro, la pareja recorre los habitáculos de la casa tratando de hallar una solución a la oscuridad presente en el ambiente. Bajo este insomne recorrido la pareja descubrirá que un auto negro similar a los empleados por los espías del Partido se halla aparcado en la puerta de entrada a la mansión. Igualmente dentro de la deshabitada residencia de enfrente se percibe un extraño y amenazador movimiento de personas y unas perturbadoras sombras con forma de policía secreta campan a sus anchas a través del jardín de la vivienda.

Todos estos insólitos eventos llevan a Ludvik a la conclusión de que la casa ha sido tomada por los miembros del Partido con objeto de confirmar las sospechosas argucias que él mismo ha ejecutado a espaldas de sus jefes. De este modo la mente de Ludvik retornará a la fiesta celebrada esa noche, en la cual entre juegos estúpidos, desenfreno sin límite, alcohol, falsas apariencias y falacias, será informado que buena parte del equipo de su gabinete fue arrestado tras descubrirse que éstos se oponían a la orden presidencial que instaba a cerrar una fábrica cementera debido a los suntuosos beneficios personales que la fábrica proporcionaba a estos políticos corruptos.

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De este modo Ludvik tratará de eliminar todo documento que le relaciona con sus antiguos camaradas caídos en desgracia así como los informes empresariales que demuestran que durante todo este tiempo ha estado desviando fondos de la fábrica hacia sus cuentas bancarias personales. Las luces y las sombras que emergen bajo la tenue iluminación de las velas igualmente hacen aflorar el odio y el resentimiento soterrado en el matrimonio, el cual en lugar de colaborar con el fin de salvar su libertad que a priori se encuentra amenazada, no dudará en tirarse los trastos a la cabeza embriagados por el alcohol y el ambiente opresor que atenaza su existencia.

Sin embargo, la luz aparece de repente. ¿Qué ha sucedido para que la claridad haya aparecido por sorpresa? Tras asomarse de nuevo a la ventana, el matrimonio descubrirá que es el vecino la presa que andaban buscando las sombras tenebrosas del partido. Todo parece haber sido una falsa alarma. Los miedos se volverán a convertir en alegría, cuando el matrimonio invite a pasar a su domicilio a los borrachos camaradas que esperaban en coche cerca de la puerta del hogar conyugal. Vuelve el pelotazo y la borrachera de poder. Todo está bajo control. La corrupción no ha sido descubierta, por lo tanto puede seguir siendo explotada en beneficio de Ludvik, ya que si no es él será otro el que dispense los frutos inicialmente destinados a un supuesto Estado del Bienestar.

Pero la tranquilidad tornará en consternación cuando tras una discusión en la que salen de nuevo a aflorar las más recónditas bajezas e infidelidades de los consortes, Anna descubre que la casa ha sido intervenida, y que por tanto la oreja que todo lo escucha ha sido testigo de las putrefactas podredumbres que adornan las vivencias de los esposos. El teléfono suena… La oreja parece dejar sentir su presencia. Anna y Ludvik descuelgan el teléfono. Silencio. Una voz comienza a hablar. Lo que todos creíamos que iba a suceder, en realidad no sucede. Nada parece cambiar en los cimientos de las altas esferas políticas.

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Dotada de una atmósfera emanada de las más turbias pesadillas lo cual otorga al relato de un cosmos pleno de una enfermiza claustrofobia en el que los ejes que desencadenan los resortes de la paranoia más visceral ocupan cada segundo del metraje, Kachyna cocinó un plato de una misteriosa cotidianidad en el que la destrucción de la vida en pareja se conecta con la demolición de las líneas de bondad y buen gobierno que el ejercicio de la política trae consigo a los encargados de manejar los hilos del Gobierno (independientemente de cual sea la ideología de éste).

Los dos actores protagonistas llevan sobre sus hombros el peso de toda la película brindando unas interpretaciones magistrales que trasladan al espectador a distintos ambientes: el miedo, la frustración, el exceso, la fiesta, la obscenidad, el terror, el sexo, la locura para culminar en la desesperanzada esperanza. Kachyna otorga un cosmos demencial a su obra maestra apoyándose en unos paranoicos flash back que trasladan a la pareja protagonista de la oscuridad del hogar a la juerga vivida en la gala celebrada por la noche con los miembros del Gobierno Comunista. De manera muy inteligente Kachyna nos mimetiza de manera subliminal en la mente del protagonista empleando planos subjetivos desde el punto de vista de Ludvik en las escenas en las que se rememoran las peripecias acontecidas en la fiesta. Las escenas filmadas durante el festejo plagado de palmeros y altos cargos que hacen del lameculismo su forma de hacer política es sencillamente magistral. Así Kachyna filma la dolce vita comunista construida a base de alcohol, despreocupación, vicio, putas y bailes enloquecidos al ritmo de música estridente (ojo al mueve la colita de la reciente La gran belleza que parece adoptar el mismo esquema ridículo y auto-paródico de las escenas más potentes de La oreja).

Los movimientos estridentes y nerviosos de la cámara en las escenas de la fiesta son compensados con la calmada fotografía en blanco y negro de corte expresionista evocando al cine de terror más puro de las agobiantes secuencias rodadas en el interior del hogar. La cámara se sitúa cerca de los protagonistas, como si de esa misteriosa oreja se tratara, desnudando de este modo las penurias ocurridas a lo largo de la noche. Sin duda La oreja es una película de visionado imprescindible que seguramente no defraudará a quienes se atrevan a descolgar ese teléfono que separa el éxito de los corruptos del fracaso de los honrados.

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