Un adolescente con un casco rojo y sus respectivas coderas y rodilleras, un amplio y devastado paraje dibujado sobre tierra yerma, y apenas un par de cartelones explicativos. Así es el futuro, un futuro paralelo a nuestro pasado, es decir 1997, y así de fácil nos introducen en él los cineastas aquí debutantes. Pero una premisa no lo fue siempre todo, y tanto la referencialidad como la sci-fi molona con samplers electrónicos como acompañamiento están ya muy vistos. De ello se nutre obviamente una Turbo Kid que tendrá entre sus mejores espectadores aquellos devotos de unas constantes que, si bien han tenido su reflejo a lo largo de los últimos años, encuentran en esta nueva tentativa una disyuntiva que bien podría echar por tierra las expectativas iniciales.
El tono naïf, aunque trazando una línea paralela con el universo interno del protagonista, nunca fue la mejor opción para indagar en un terreno post-apocalíptico sin dobleces, donde bondad, maldad e incluso oportunismo no parecen conceptos volubles por mucho que eso pueda indicar una cierta planicie en el carácter de un producto al que precisamente no hay que achacarle defectos de forma como ese. Sí se encuentran, en cambio, más allá de esos matices poco afortunados, la consecución de unas primeras líneas erráticas, donde a la introducción de sus personajes le falta garra, por mucho que oculte una personalidad esquiva en un humor de tintas a medio cargar e incluso en una mirada propia al mundo del anime, y la ambientación se antoje vaga, como a medio camino entre un quiero y no puedo y la consecución de un universo sin grandes dosis de distinción que aportar más allá de cuatro apuntes que en el fondo no dejan de ser un remiendo.
Lo que era difícil conocer, en especial por una forma en el modo de administrar la información más tenaz de lo que a priori parece (el vago flashback bien podría ser una muestra de ello), es que ese tono no era otra cosa que un anexo juguetón, como descubriendo las posibilidades de un mundo que, si bien se ha creado, siempre puede otorgar nuevas percepciones, y alguna que otra sorpresa. La dulcificación, que de buen principio nos podría retrotraer a aquellas aventuras de cauce más infantil que proliferaron y triunfaron en los 80, deviene de así en una forma de entender esa etapa como un todo, y de recurrir a los distintos referentes conocidos sin por ello coartar el espíritu del relato, sino más bien amplificando unas posibilidades que terminan fundiéndose en un abrazo entre las producciones “Spielbergianas” más cándidas y el Peter Jackson más juguetón y contenido.
Porque sí, en el fondo con Turbo Kid nos hallamos ante un pastiche trufado de guiños y señas, pero un pastiche que conoce su dependencia y sabe hasta donde puede llegar. No es de extrañar que en ella se palpe en cierto modo un ambiente distendido, de diversión salvaje pero sabedora al mismo tiempo de que aquello a lo que representa posee tanta importancia para el espectador como para su propio provecho. Turbo Kid se alza como un entretenimiento nada desdeñable, lejos de lo que representa pero consciente de hasta donde llega su cine y empiezan las limitaciones de su propia elección: ser hija de un tiempo que intenta rememorar una etapa que jamás socava su forma, es integrada hasta el punto de constituir a través de ella un universo que se siente personal y ajeno. Como si mirar atrás fuese algo más que un ejercicio de nostalgia: entre el homenaje y la búsqueda de una identidad que se siente en todo momento única.
Larga vida a la nueva carne.