¿Nunca has tenido una conversación con una espalda? Con la de algún familiar, ese que miras cuando no se da cuenta y, sin abrir la boca, le explicas todo aquello que te va envenenando poco a poco. Pero se gira y callas, ni siquiera la mirada quiere opinar. María ve relegada su labor a aquello a lo que ya se enfrentó mi abuela en su juventud, cuando quiso casarse en un momento en que su familia ya había decidido que ella iba a cuidar de todos hasta su muerte. Ella encontró a partir de ese momento espaldas, que nunca más se giraron para hablar frente a frente. En los últimos años me he topado con varias películas que vuelven a lo mismo, a una deuda de sangre que supera el paso del tiempo, que no conoce de lugares o culturas, que verifica que la huella queda ahí.
María vive en el ahora, en un pueblo adentrado en las montañas de Galicia, y desde la primera vez que aparece en pantalla sabemos que su mirada tiene una tensión afilada por heridas, pero no de las que le visten la piel. Xacio Baño debuta en el largo y une su nombre al ‹Novo cinema galego› con Trote, una alegoría hacia ese movimiento del caballo en el que empieza a despertar su energía animal en el avance.
En cierto modo Trote trata a sus personajes como animales. El diálogo tiene su mayor carga en lo físico, son gestos o miradas los que tercian la comunicación en esta familia, donde los roles vienen marcados por pura naturaleza y no por elección. El frío trato entre los presentes no niega la emoción a lo que vemos, no hay frío cuando se percibe una pasión desencantada por la vida en cada uno de ellos, más unida a una ruda violencia y a la tristeza.
Baño cimenta esta historia contraponiendo la tradición a lo que quiere contar, trazando paralelismos entre los dos escenarios, que aunque en un inicio parezcan irreconciliables, consigue unir en las últimas constantes del film. Por un lado vemos cómo se va construyendo la fiesta que rodea a la ‹Rapa das bestas› que celebran en este remoto lugar; por otro, son los lazos de padre, hijo e hija los que van enfocando una narración que nos sitúe, aunque nunca se da una forma concreta al distanciamiento frío que convive en cada uno de estos personajes. Las escenas son reposadas pero muy intencionales, una persona se mueve por la pantalla mientras focalizamos nuestra atención en otra, sabiendo, poco a poco, que la idea del director es contar a trazos, acercarnos a la conversación para que atemos los cabos que nos va acercando. No hay una línea firme que seguir, pero sí hay una idea muy clara de lo que mostrar. Es la cámara el lenguaje que mejor domina Xacio Baño, dejando respirar la escena o siendo un intruso cercano que elabora la imagen por encima de la palabra.
Gracias al silencio que mantienen somos capaces de escuchar la vida de una vieja casa, cualquier pequeño roce con el espacio queda plasmado como algo de vital importancia —la maquina de pan, un secador de pelo, el propio ambiente de las calles o la montaña—, como una llamada al instinto del que deducir finalmente que María es capaz de evolucionar al ritmo de las bestias. Lame sus heridas y nos invita a mirar cómo lo hace, algo que nos permite redescubrir a María Vázquez —la actriz—, que se descarna ante un personaje complejo y radical.
La escena final contiene furia, fuerza y belleza, dando un sentido completo a Trote como genérico y a María como individuo. Porque no necesita cerrar todos los frentes abiertos para expresar con claridad ese arraigo animal que hace que los pasos de la mujer cambien de ritmo por encima de la tradición y la necesidad, cuando ambas cosas ya le resultan ajenas.