En el epicentro de Tríptico encontramos tres lienzos: dos de ellos terminados, y el tercero en blanco. Una sencilla imagen que sugiere no pocas cuestiones una vez comprendido el origen de esos dos cuadros y el vacío que deja el tercero: su naturaleza, su significado… incluso su simple designio esbozan una suerte de misterio que en realidad se diluye pero dota de un sentido muy específico a esta ópera prima co-dirigida entre Daniel Grandes, María Martín-Maestro Almansa y Albert Olivé. ¿A dónde nos llevan las imágenes que creamos? ¿desplazan su propio valor intrínseco dando pie a una comprensión distinta de la realidad? ¿pueden llegar a vulnerarla en algún momento? Preguntas todas que contemplan el vaivén narrativo y conceptual del film que nos ocupa, y sobre las que se asientan tanto las oscilaciones que irán concretando la relación que sostienen Ana y Lucas como un componente metacinematográfico que se desvelará poco a poco, otorgando una representación propia a aquello que les mueve o, simplemente, generando dudas e incertidumbre acerca de su vínculo y de su misma imagen como pareja.
Tríptico emerge de este modo como una modesta pieza de cámara que sin embargo nunca rechaza las posibilidades que le otorga esa deformación producida por el acto de filmarse, de entregar una parte de la intimidad —como expone de forma muy apropiada Ana en una secuencia concreta del film— a cambio de una meta que se distorsiona con el paso del tiempo, cuyo sino se va difuminando hasta el punto de dibujar una vulnerabilidad que el trío de cineastas expone con certeza. En dicho marco, y hablando de distorsiones, la misma que se produce entre realidad y ficción —y con la que juguetean pertinentemente durante el transcurso del relato— da lugar asimismo a una desviación genérica desde la que diluir, si cabe, aún más esa barrera; en ese sentido resulta de lo más interesante una puesta en escena que no por minimalista pierde una vocación sugestiva, tanto en lo que muestra como en lo que no, otorgando matices y estampas que complementan la estimulante experiencia que supone Tríptico, llegando a perfilar algo que va más allá de cualquier elemento narrativo o conceptual, y sabiendo representar una cierta desazón, hasta incomodidad las veces, que deriva de los volubles límites de la relación que mantienen (y alimentan; porque la contrariedad no deja de ser eso) sus dos protagonistas.
Estamos pues, principalmente, frente a un artefacto que se despoja de su propia cualidad como tal en tanto logra que esas aristas y disonancias atraviesen la pantalla entregando un mosaico que puede que dialogue en torno a nuestra relación con el arte, arroje apuntes sobre aquello que cambió (en parte) nuestras vidas y percepción llamado confinamiento, e incluso dote de un interesante barniz a esa vulneración entre realidad/ficción, pero ante todo sirve como acerado espejo del modo en cómo lo afectivo puede llegar a un punto de no retorno sugerido en su certero (y brillante) plano final. Sí, puede que lo expuesto resulte reconocible y se desprenda de tantas otras obras que hayamos podido ver al respecto, pero su construcción, que en todo momento se siente homogénea y coherente pese a no tomar sendas acomodaticias, dota de una resonancia especial a esta Tríptico, cuya modestia y falta de medios no lleva a sus autores a entregar ni por un instante una persistencia y personalidad que hacen de este debut uno de esos ejercicios a tener muy en cuenta, especialmente en una época saturada por imágenes y espoleada por discursos reiterativos y vacuos de la que el trío debutante se aleja con una perseverancia digna de elogio.
Larga vida a la nueva carne.