Hace unos días, durante un descanso en el trabajo, una persona de entre las presentes comentó lo mucho que le duele recibir un golpe de su móvil en la cara. Mi cerebro, al intentar comprender qué lleva a que tu móvil se caiga en tu cara, se apagó. Fueron varios los que me explicaron cómo y resultó realmente fácil, aunque sorprendente para mí: se ve que hay un comportamiento rutinario bastante extendido entre la población (sujeta a la muestra en la que me he basado y por lo tanto no muy determinante). Consiste en despertar tras escuchar el ruido de un despertador o de una alarma —normalmente la del móvil— y posteriormente apagarlo; como lo habitual no es levantarse de la cama del tirón, el despertado encuentra la mejor solución frente a los brazos de Morfeo en agarrar el móvil y echar varios vistazos a su cuenta de Instagram y la de sus seguidos, todo ello boca arriba sobre su colchón. Por lo visto (o por lo oído en este caso) esta app resulta tan estimulante que el titular del teléfono tiende a quedarse sopa con la consecuente caída del mismo sobre su rostro adormilado. Y entonces se despierta.
¿Qué por qué cuento yo esto? Por la observación y el tiempo. Siempre estamos contemplando y todo es tiempo (hasta que se nos acaba, claro), pero la mirada sobre ambas ideas es lo que marca la diferencia en nuestras vidas, y esta mirada cambia con el medio en que vivimos y con la misma vida que llevamos. La concepción es lo que cambia, degenerando o mejorando en función de cada perspectiva, pero cambiando a medida que también cambian las sociedades y los modos de vida. Siempre estamos perdiendo el tiempo, excepto cuando lo vivido parece más intenso y memorable, pero sea cuando sea no es lo mismo vivirlo en una aldea pequeña y poco habitada que en una ciudad. Ni siquiera se tiene por qué parecer a la vida en una gran ciudad, según el caso. La espera entre los grandes acontecimientos, por ejemplo, siempre se acelera mediante la observación y el pensamiento: en algunos casos puede parecer más aburrido, porque es sinónimo de tener la mirada perdida, en otros es sinónimo de ponerla en un lugar concreto (una pantalla). La diferencia es que un modo de aburrimiento parece estar en extinción (igual que pasa con el de entretenimiento).
Trinta Lumes, el documental dirigido por Diana Toucedo, es una fascinante muestra de cómo los habitantes de una aldea en la sierra de O Courel (Lugo) viven el paso del tiempo entre la observación, cautivadores paisajes y una forma de vida que se acaba tanto por los adelantos y necesidades de la actualidad como por la propia muerte de quien allí reside, todo ello contado sin contarse, entre el realismo mágico y la ficción, centrando su mirada en las rutinas que llenan su día a día. Viéndolos, a los habitantes, uno llega a pensar que en los pueblos el tiempo corre más despacio, como si estuviera lleno de parones, de descansos que, sin embargo, nunca permiten descansar porque hay que estar pendientes de cada detalle. Como si fuera imposible llegar a aburrirse, a pesar de parecer que es aburrido.
Pero no sólo queda hablar de vida. Después de todo, es la muerte la que lo convierte todo en un absurdo y al mismo tiempo la que lo trasciende para hacerlo algo especial. Nuestras perspectivas, consistan en una forma de vida que se acaba o en una creciente, pueden estar más alejadas o menos de la realidad cambiante, pero es la muerte la que parece alejarse de nosotros y nosotros de ella, al no tener la percepción de conocer a quien se muere, de no tener capacidad de recordarlo y no tener noción de estar perdiendo el tiempo propio. Un muerto más o un muerto menos, si no existe ni se es recordado, no se ha muerto (esa debe ser la diferencia de vivir una vida entre vivos o vivirla entre vecinos conocidos). Como el acertijo: si un árbol cae en un bosque y nadie está cerca para oírlo, ¿hace algún sonido? ¿Y yo? ¿Yo existo incluso sin ser percibido? La vida en el medio rural, tal como aparece en Trinta Lumes, tiene algo muy mágico y muy pausado, que atrae e interesa, aunque a veces pueda caerse sobre tu cara adormilada al observarlo. Mágico tal vez por su existencia cada día más escasa y con tendencia a desaparecer, también por la elegante forma en que es mostrado, sin más interés (como si fuese poco) que atestiguar las existencias en lugares que no parecen de este mundo porque cada día lo son menos. Adormilado tal vez porque la vida es mayormente así, repleta de tiempos muertos.
La película de Diana Toucedo es como el periodo entre la madrugada y el amanecer que uno pasa despierto a veces. Cuando uno piensa en un día así, si lo ha vivido, en el recuerdo es como si no fuera real, sino soñado. Parafraseando una crítica sobre otra película entre la vida y la muerte: La película es lenta, sí… Conclusión inevitable de nuestras retinas, no acostumbradas a una composición pictórica, sino a saltos constantes. La película es aburrida, sí… Conclusión inevitable de nuestra impaciencia, no acostumbrada a imágenes que se mueven para buscar, no para despistar.
Y a pesar de todo da gusto verla.