A pesar de su título, y del hecho que la trama gire en torno a un proceso criminal, Tribunal, el excelente debut en el largometraje de Chaitanya Tamhane, va mucho más allá de la mera película de género. De hecho, y dado que lanza una mirada realista sobre los tribunales de su país, la India, por momentos parece justamente lo contrario, es decir, una parodia de los filmes sobre juicios, ya que no hay giros de guion imprevistos ni magistrados de brillante oratoria y sí, en cambio, desorganización, ineptitud y burocracia.
La perspectiva distanciada que adopta Tamhane para narrar el sumario contra un anciano cantante y activista dalit, Narayan Kamble (Vira Sathidar), da a la historia una pátina de ironía que, sin embargo, no impide la crítica política y social y el inmisericorde análisis del sistema judicial indio, verdadero reflejo, en su precariedad y su amalgama de leyes caducas y contradictorias, de la caleidoscópica sociedad que lo ampara; una sociedad marcada por las desigualdades y los contrastes, donde se habla en hindi o en marathi aunque el inglés sea el idioma “oficial” de la Administración.
En este sentido, Tribunal no solo pone en evidencia los métodos de la policía de Bombay —tan corrupta como chapucera— o el descontrol y la lentitud de sus tribunales de justicia, sino que incide en los males endémicos que lastran el desarrollo del país asiático, tales como el machismo, la incultura, el fanatismo religioso, la censura, la herencia colonial…
No es casualidad, por tanto, que el realizador opte por centrarse en la cotidianidad de cuatro personajes fortuitamente reunidos por el proceso en cuestión: primero, el acusado, el viejo cantautor, que representa sus canciones de protesta en los barrios más desfavorecidos de la ciudad y se sustenta dando clases a niños; segundo, su abogado, Vinay Vora (Vivek Gomber), miembro de la élite económica vinculado a organizaciones de defensa de los derechos humanos y las libertades civiles; tercero, la fiscal (Geetanjali Kulkarni), funcionaria de clase media que alterna su trabajo con sus labores de esposa, madre y ama de casa; y, en cuarto lugar, el juez (Pradeep Joshi), hombre sencillo y familiar, que goza del estatus de patriarca de su clan, a la usanza tradicional de su nación.
En un alarde de talento por parte del autor, cada uno de los protagonistas es definido, sobre todo, por su contexto y no por su aspecto físico, su oficio o su talante, gracias a una serie sucesiva de planos generales con encuadres estáticos que anteceden a la aparición de los personajes dentro de los mismos, retratando de esta forma los lugares que habitan y transitan. Con ello, el director indio hace hincapié en la diferencia de circunstancias que media entre los cuatro y evidencia la complejidad del mundo hindú. Así, frente a la opulencia de Vinay y su vida de acomodado soltero occidentalizado –frecuenta sofisticados bares y compra en tiendas de gourmets–, tenemos la humilde cotidianidad de la fiscal, que cuida de sus dos hijos y su esposo y cotillea sobre ropas e intimidades con sus amigas; las supersticiones del juez –que en la intimidad defiende la numerología y la gemoterapia– se contrastan con el racionalismo a ultranza del joven abogado; el sentimiento de casta de la fiscal, que asiste con su familia a una representación de teatro cómica cargada de xenofobia, se opone a la ideología contestataria e izquierdista de Narayan, etc.
Por todo ello, Tribunal tiene la rara capacidad de dibujar un fresco auténtico y honesto de la India de nuestros días a partir de una anécdota nimia, casi costumbrista, merced a un estilo sobrio y estilizado, donde el realismo de la ambientación y el minimalismo de las técnicas discursivas –apenas hay movimientos de cámara o primeros planos– acrecientan el valor simbólico de algunas escenas, léase el plano sostenido de la corte de justicia a oscuras o la escena con la que cierra de forma abierta el relato, tan ambigua como sarcástica.
Según lo expuesto, no es de extrañar que esta ópera prima haya gozado del beneplácito de la crítica y haya cosechado diversos premios; y no es para menos, pues pocas veces tiene el espectador la posibilidad de disfrutar de una obra tan sutil y lúcida, de narrativa transparente pero, a la vez, cargada de sugerencias, cuyo mensaje de denuncia es atemperado por su comprensión de las criaturas que pueblan sus imágenes y por un oscuro sentido del humor. En definitiva, una pequeña joya que, dada la juventud de su autor en el momento de su estreno (27 años) hace augurarle una carrera larga y digna de seguir con atención.