Hay tantas, tantas, tantísimas cosas a comentar sobre esto de Laura Citarella que me deberán perdonar por empezar con un tópico en este caso justificado (ya que se cumple a la perfección): Trenque Lauquen no es exactamente una película. O sí lo es, pero no es solo eso. Es más bien un viaje, y no lo digo solo por sus 250 minutos (sí, han oído bien: cuatro horas y cuarto). También funciona como una experiencia ligera y, sobre todo, como una maravillosa certeza: la certeza socrática de la ignorancia autoconsciente y clarividente. Como una ensoñación o como una novela (o sea, como un sueño novelado), el relato arranca con la desaparición de Laura (Laura Paredes) y su búsqueda por parte de dos hombres que están, cada uno a su manera, enamorados de ella: Rafael, su pareja, por una parte, y Ezequiel, su amante y confidente, por la otra. La protagonista, que ejerce de investigadora botánica en una ciudad con un lago que lleva el nombre de la película. Se ha esfumado y de esta manera se activan una serie de dispositivos que llevarán a los diferentes personajes a formular preguntas (la mayoría, sin respuestas), a resignarse y a rastrear pistas. A partir de ahí, todo fluye: del manantial brota un líquido narrativo que funde tramas y subtramas y sub-subtramas que coexisten sin normas, pero sin caer, tampoco, en la anarquía o en la exclusión. Todo esto no es magia, es escritura. Pero vayamos por partes, que diría Jack el Destripador.
Quijotesca, caprichosa, divagante, errática y efervescente, Trenque Lauquen se articula a base de capítulos (doce en total) estructurados en dos partes. Y de la misma manera que las diferentes historias van apareciendo y abandonando el plano, estas también se entrelazan y se acoplan con ventosas, generando una congregación de cuentos dentro de un cuento, como Las mil y una noches. Formal y estilísticamente mutante (como el enigmático bebé de yacaré, que ocupa buena parte de la segunda mitad), es probable que la primera pregunta que nos hagamos es: ¿a qué género pertenece este film híbrido? La respuesta es tan interesante como fútil: a ninguno, a todos. Es una ‹road movie› y es un thriller psicológico. Es un drama romántico y es, a su vez, un cuento ‹noir›. A ratos nos hace reír y nos lleva a la comedia. A otros, el clima asfixiante de la intriga nos tortura a su voluntad. También nos deleita con panorámicas contemplativas y nos concede alguna tregua con escenas maravillosamente bucólicas.
Una intersección. Eso es Trenque Lauquen. Un nodo que recurre a las texturas: la humedad de su atmósfera nos causa exudación (casi notamos los mosquitos zumbando a nuestro alrededor) y el frío seco de La Pampa nos corta la piel. La cinta nos sacude y nos catapulta a un éxodo con irrevocable eco “lynchiano” y un tinte de ciencia ficción. Caminamos junto a Laura a través de la maleza, a ritmo de Elvis y de Jorge Cafrune. Exploramos llanuras, entre gauchos, espíritus, personajes insólitos, ciénagas aciagas y fábulas atávicas. Nos adentramos en lo misterioso y nos zambullimos en lo fantasmagórico. Hacia el final, todo cobra una simbología superlativa que involucra elementos que representan lo vital y lo sacro, y nos enfrenta a una naturaleza adversa pero necesaria, haciéndonos dialogar con lo silvestre y, por eso, nos devuelve a nuestro hábitat natural y nos reconcilia con nuestros orígenes. Y nunca, en ningún momento, ni un solo instante, este periplo deja de ser trepidante. Trenque Lauquen es una hazaña donde lo terrenal fantasea con lo místico. Nos invita a una travesía holística que desempeñamos a bordo de un cine de la pausa y de la espera. Un cine donde lo rural se funde con lo imposible, y donde lo cotidiano y lo banal abrazan la trascendencia de lo extraterrenal sin necesidad de piruetas ni ornamentos. También nos pone a prueba: es una cuestión de fe. De nosotros dependerá si decidimos creer o no.
Y la extensión maratoniana vale la pena. Inocente pero al mismo tiempo atrevida, la aventura se bifurca en todas sus innumerables virtudes, y alcanza el clímax sin motivaciones pedantes, ni vocaciones pretenciosas. Les decía al principio que esto es un viaje. Es una odisea iniciática, a caso ascético. Una ruta sin más destinación que la propia ruta, en sentido literal y también alegórico. Y como toda aventura, cansa, desgasta y provoca fatiga. Como un ventrílocuo, la directora obliga a desplegar a la narradora una leyenda coral y polifónica; resultona y coqueta. Todo se sintetiza en una celebración, al fin y al cabo, de la libertad y la insurgencia. Esta película es un acto rebelde, genuino, que nos recuerda que hemos caído aquí, en este mundo, de forma accidental. A veces no hay que tener algo que encontrar para, simplemente, salir a buscar.
Insisto, reincidente, por última vez, a riesgo de hacerme pesado: el viaje que compartimos con Trenque Lauquen no coincide con el inicio del su primer fotograma (empieza mucho antes, eso ya depende de cada espectador); de la misma manera que no acaba con los créditos finales. Su surco continúa y se prolonga y es probable que a muchos (como a servidor mismo) los acompañe, me atrevería a decir, sin exagerar, durante toda la vida.