Trash Fire arranca a través de una secuencia que sólo puede constatar una cosa: la vuelta de Richard Bates Jr. por la puerta grande tras una Suburban Gothic que, si bien no constituía una mala película, nos alejaba del talento —y en cierto modo los rasgos— de un autor cuyo debut, Excision, será muy complicado repetir. Pero el cineasta demuestra bien pronto que su intención no es ni repetir de cabo a rabo las virtudes que llevaron a Excision a ser uno de esos títulos tan laureados como aplaudidos, ni recrearse en unos elementos —violencia cercana al gore y humor ennegrecido— que, desafortunadamente, hoy en día auguran éxito o, cuanto menos, atención. Lejos de ello, y si en Suburban Gothic se nutría del sobrenatural para entregar una comedia de terror que resultaba más entrañable y simpática que ácida y tronada —dos calificativos que encajarían, a ‹grosso modo› en la descripción de su ópera prima—, en Trash Fire arranca con lo que se postula como comedia romántica (de género, eso sí) pasada por su inconfundible filtro: con una mente sociopática mediante y kilos de ironía y mala baba en manos de un Adrian Grenier, que demuestra sentirse tan cómodo como si él mismo estuviese concibiendo un personaje que prácticamente se presenta como un regalo.
El motor central de Trash Fire en sus primeros compases se establece de este modo a través de un humor que conecta con el voraz carácter de Pauline, aquella muchacha a la que daba vida una genial Annalynne McCord —que repite en esta— en Excision, aunque con una diferencia encomiable: mientras en aquel film Pauline se instauraba en el epicentro de una familia que encarnaba precisamente su reverso vital, en este Owen (el protagonista) no se nutre del seno familiar como reflejo de su anomalía, sino que rechaza de raíz cualquier nexo social —incluso, en ocasiones, el que le vincula a su pareja, a la que ignora o despacha indiferentemente según la situación—. Y es que si bien es cierto que ambos sostienen cierto rechazo hacia el núcleo familiar en algún momento, con Trash Fire, Bates Jr. decide dar un paso más y dotar de otros matices a su film: no tendría sentido otorgar continuidad a una evolución que queda coartada por el devenir de su personaje central, ni mucho menos reiterar un discurso ya expuesto con anterioridad en sus otros trabajos.
La negrura y mordacidad que se instaura de modo voraz en sus primeros minutos, y donde el cineasta no duda en disparar contra todo, reduce sus dosis para dar paso a un desarrollo donde el cine más reconocible de Bates Jr. empieza a surtir con mayor intensidad. Puede que a través de esa búsqueda impuesta se pierda una efervescencia inicial inesperada, e incluso se detenga en temas de menor peso o importancia, pero lo cierto es que ello sirve para desarrollar vínculos que al fin y al cabo terminan por definir Trash Fire. Con una Fionnula Flanagan desatada, una conclusión de una atrayente y turbadora amargura y la articulación de un tono cada vez más sosegado e inquietante, el film cierra con una promesa que se confirma: aquella donde las expectativas se ven cumplidas —en cierto modo— y, además, alimentan las virtudes de la obra de un cineasta que continúa incomodando a quien se precie con un tino y una poca vergüenza que por sí solas definen el arco de un cine tan irredento como disfrutable.
Larga vida a la nueva carne.