La posición en la que nos colocamos aquellos que hablamos de las obras de otros en disciplinas artísticas como el cine —que requieren de tantísimo esfuerzo, sacrificio y tiempo para llegar a realizarse— es claramente injusta. Algunos lo sabemos, pero intentamos mantener cierta distancia que transmita la idea de ausencia de implicación emocional y percepción de una falsa objetividad con trucos como nunca usar la primera persona al escribir textos o evitar introducir elementos personales o biográficos en nuestros análisis o comentarios. En esta ocasión romperé ambas reglas autoimpuestas, porque se me hace imposible mantener esa perspectiva al hablar de Transoceánicas (2020), la película de Meritxell Colell y Lucía Vassallo construida con inmensa generosidad a partir de correspondencias de materiales cinematográficos de diverso origen entre un lado y otro del océano Atlántico. Su montaje incorpora intercambios de fragmentos audiovisuales y escritos que mantienen las directoras desde 2015 y se extienden durante años. Así, mientras cada una de ellas sigue trabajando y viviendo separadas en continentes diferentes, se puede observar su cotidianidad, sus reflexiones íntimas y sus inquietudes artísticas a la vez que construyen juntas la misma película de las que somos espectadores. Un proceso creativo de naturaleza intertextual que les permite mantener el contacto y la amistad que las une, filtrando experiencias comunes y vivencias compartidas en sus imágenes.
Recuerdo perfectamente el día de febrero de 2018 en el que entrevisté a Meritxell Colell con motivo de la presentación de Con el viento en la Berlinale. Estábamos en una pequeña sala de las oficinas que la organización de la sección Forum tiene en un edificio cercano a la sede del festival, que comparte con la Deutsche Kinemathek —y en cuyo sótano están localizados los cines Arsenal, en los que se proyecta parte de la programación del certamen—. Ella parecía cansada pero feliz y, como después he podido confirmar con el tiempo al encontrármela en otros lugares, era una persona muy agradable y cercana en el trato. Aproveché los veinte minutos que tuvimos lo mejor posible para escuchar con atención todo lo que quiso decir. Su película me gustó mucho, pero en esos instantes en los que hablo con la responsable de ese objeto artístico concreto que ha tenido en mi un efecto estético que trasciende lo racional, me hago pequeñito. Delante de mi estaba alguien capaz de utilizar su forma de entender el mundo y sus vivencias personales y recrearlos, transformándolos a través de la cámara en algo capaz de afectar a los demás de forma única desde lo específico de su mirada y sensibilidad. Esa es la característica principal de todas las personas que he conocido para las que su vida es el cine, para las que el cine es la vida. Y esto es lo que demuestran ambas en su colaboración con Vassallo en este nuevo largometraje. Pocos días después volvimos a coincidir en la proyección del último día de Madeline’s Madeline (Josephine Decker) en los cines CineStar situados en el Sony Center de la capital alemana. Hoy esos cines permanecen cerrados por las decisiones comerciales de una de las grandes cadenas de exhibición del país.
En Transoceánicas también aparece esa vida dedicada al cine de sus autoras, la ambivalente relación con los procesos industriales de creación y la gran diferencia que existe con el cine tomado como afición, instrumento didáctico o manera de acercarse al mundo sin expectativas, plazos o presupuestos a los que atenerse. Como forma de celebrar la vida, que diría Jonas Mekas. También aparecen los viajes, las mudanzas, los pequeños y grandes reveses que experimentan. Los materiales fílmicos se toman como valor absoluto y las cartas que cada una escribe a la otra aparecen principalmente como texto sobreimpreso y silencioso que obliga a escuchar sus pensamientos como ejercicio de introspección individual y no impuesto externamente. Una decisión que recuerda a la radical forma de entender la narración de My Mexican Bretzel (Nuria Giménez Lorang, 2019) con intenciones diametralmente opuestas, pero con lo que comparten el cuidadoso uso del sonido y del silencio como poderosos elementos del dispositivo narrativo sonoro. En cierto momento, después de que la comunicación evolucione a través de las fases que ellas mismas relatan, aparecen sus voces casi como si se hubieran dado un tiempo para intimar con el espectador para exponerse por completo y expandir el sentido de sus palabras e imágenes.
Las casas de Lucía Vassallo desde Argentina y de Meritxell Colell desde España comparten evidentes similitudes y diferencias. Con lo que ruedan no sólo describen su entorno, también se incluye con su personal punto de vista la manera en que lo entienden y lo transitan. Es decir, se incluyen a sí mismas en los planos que se intercambian aunque ellas se encuentren fuera de campo, detrás de la cámara. La intermitencia de los mensajes y la consistencia de ellos en según qué momentos sugiere también un estado distinto y una conexión asíncrona que se esfuerzan por mantener con el paso de los años. Un cielo, un árbol, una pared, una calle, una canción, una panadería, un paisaje, una fotografía… se convierten en algo específico con una historia elaborándose en presente o un pasado por desvelar. En la conversación se encuentra el mismo lenguaje de la amistad que une a las directoras en la distancia, conecta espacios y tiempos, objetos y emociones. Las directoras no sólo exponen su relación con el cine a través de su amistad, sino también la construcción de su amistad a través del cine. Con ellas somos testigos de excepción de cómo derriban para nosotros la —inexistente— frontera entre vida y arte, de como incorporan su propia vida a modo de material con el que modelar sus creaciones y cómo en el proceso el arte mismo les afecta en su intimidad desde la honestidad y la frágil humanidad que impregna cada uno de sus fotogramas.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.