Cine de cartón piedra
Un decorado teatral que, pese a ser eminentemente barroco, busca de forma desesperada transmitir una sensación de realismo que está fuera de su alcance y que, como resultado, deviene en un espacio de cartón piedra teñido de extrañeza y desparpajo en el que unos actores bastante desorientados recitan su texto, eso es lo que filma Jean-Paul Civeyrac en Traición, cinta protagonizada por Sophie Marceau.
Juliane (Marceau) es una comisaria de policía que compagina su lucha contra el crimen con su faceta como escritora de éxito y que, además, carga sobre su conciencia con el reciente suicidio de su hermana. Su marido se levanta así como el eje principal que sostiene su vida cuando los remordimientos y la rutina arañan su tranquilidad y amenazan la delicada paz que, tras mucho esfuerzo, ha podido conseguir. El día que por casualidad le descubra siendo infiel, el suelo de barro sobre el que había construido su nueva vida se vendrá abajo y, junto a él, sus ideales y su reputación.
Desde su plano de apertura, la película se presenta como una especie de thriller policiaco en el que la sensación de que hay piezas ocultas, cadáveres bajo la cama o secretos inconfesablemente turbulentos en la vida de esta agente de la ley que ondea la bandera de la justicia y el sentido común, que está dispuesta a decapitar a un rey (es un decir) con tal de que la verdad prevalezca, que lucha día y noche contra unos recuerdos hervidos en sangre, va en aumento. Así, a medida que los minutos se disuelven en la pantalla, la idea de que un acontecimiento inesperado hará volar por los aires la fachada vital de la protagonista crece con más fuerza, pero, por desgracia para el espectador, lo único que termina volando por los aires realmente es la propia película, su argumento, su puesta en escena y hasta su actriz principal.
Fue Hitchcock quien dijo que «para hacer una buena película necesitas tres cosas: el guion, el guion y el guion». Traición, como si de un ejercicio de insolencia adolescente se tratase, parece querer buscarle las cosquillas al maestro británico poniendo en duda su afirmación. No hay, en la cinta, ningún tipo de estructura, los giros argumentales se agolpan en la pantalla sin aportar nada más que sorpresas mal construidas y, por tanto, gratuitas, los personajes carecen de desarrollo, sus acciones son desmotivadas y sus emociones —que se intuye que, como cualquier persona, las tienen, aunque permanezcan ocultas— ni están ni se las esperan. Y, como colofón, la mayoría de las líneas narrativas ni están bien presentadas, ni bien concluidas, ni responden a ningún tipo de lógica.
Asuntos tales como la culpa, el suicidio, las enfermedades mentales, el dolor, el matrimonio, la infidelidad, la violencia de género —cuyo tratamiento, banal y despreocupado, resulta profundamente insultante—, la venganza, el amor y, cómo no, la traición, aparecen en algún momento de la cinta para desaparecer segundos después sin haber aportado nada dramáticamente hablando: de hecho, hay secuencias completas que parecen estar ahí única y exclusivamente para llegar a la hora y media de metraje.
La puesta en escena, lejos de maquillar alguno de los agujeros que tiene un libreto que parece haber sido escrito durante un día de resaca, los hace más evidentes, consiguiendo que durante su tramo final, la cinta se vista con el traje de la parodia involuntaria para hacer reír a un espectador que asiste atónito a un espectáculo que no tiene parangón. Ni siquiera Sophie Marceau consigue levantar un poco la obra. Su interpretación es tan descafeinada y monótona como finalmente inexpresiva. Aunque si no fuese por su presencia, la película no pasaría de ser el clásico telefilme que se emite un sábado a la hora de la siesta. Nada fuera de lo común en una obra cuyo cartel publicitario reza “si te hacen daño, contraataca”. Cine de cartón piedra.