Entre el sol y la noche
Hacia un determinado pasaje de la última película de la directora mexicana Lila Avilés, podemos vernos de pronto asaltados por el recuerdo de aquel día de junio, durante el cual Clarissa Dalloway se esforzaba por preparar una fiesta en la esencial novela de Virginia Woolf. Sin embargo, en la última propuesta de la cineasta emergen elementos adicionales que resultan determinantes y diferenciales. Como en aquella tempestuosa jornada remota, en la Inglaterra aliviada tras el final de la Primera Guerra Mundial, el relato de Avilés va a girar en círculos sobre una celebración de cumpleaños, un homenaje que puede ser el último. Pero a diferencia del soliloquio sin tregua del personaje “woolfiano”, aquí se impone con fuerza una suerte de coralidad secundaria, la intensidad emocional compartida por las mujeres —sobre todo ellas— y los hombres de una familia profundamente conmovida ante una pérdida inminente, a todas luces demasiado temprana, que se singulariza con la dulzura dolorosa del descubrimiento primigenio desde la mirada de Sol, una niña de siete años, la hija de Tona (Mateo García Elizondo).
Porque si en su celebrado debut con La camarista, Avilés se volcó tozudamente en la centralidad analítica de Eve, la extenuada limpiadora de un hotel de lujo en Ciudad de México, que se erigía en la representación sin concesiones de la explotación capitalista más deshumanizada, en esta ocasión, alrededor de la preciosa actriz Naíma Sentíes —otra pequeña encantadora de cámaras—, hay espacio para la sentimentalidad de todo un clan familiar, con sus luces y sus sombras —como todos—.
Comienza Avilés por su “Sol”, que junto a una mujer adulta, su madre, conversan en el baño, mientras una y otra se turnan en el inodoro. El tono naturalista, intimista y cromáticamente cálido en planos cercanos que se impone durante estos primeros compases, va a impregnar la narración subsiguiente, profundizando paulatinamente en la desquiciante tragicomedia que puede ser la vida. De hecho, este prólogo distendido y encantador va a terminar abruptamente cuando la niña enuncie en voz alta el deseo que ha pedido mientras ambas aguantaban la respiración en el coche al pasar por debajo de los puentes: «Que mi papi no se muera». Y sobre el fundido a negro, su presentación, Tótem.
Cuando regrese la luz, una luminosidad humanista que ya no nos abandonará pese a la tristeza, llegaremos con Sol, su prominente peluca y su madre, a la casa del abuelo, el lugar elegido para celebrar el cumpleaños de Tona, ese padre que su hija no quiere perder, pero que está terminalmente enfermo de cáncer. A este hombre lo veremos agotado, amarrado a un gotero, encerrado voluntariamente con su cuidadora —Sol desea entrar a verlo, pero sus tías Nuri y Alejandra (Monserrat Marañón y Marisol Gasé, ambas en poderosas interpretaciones) le dicen que debe descansar para el evento—. Con los ojos de la niña veremos a estas dos mujeres afanarse con los preparativos, de los que se sirve Avilés para atrapar las esencias cotidianas de la existencia. Una se tiñe el pelo, atiende por teléfono a los familiares invitados, o recibe a una santera encargada de ahuyentar los malos espíritus, mientras la otra se ducha con su hija, que en un episodio divertidísimo maneja el mando a distancia de un estimulador sobre los glúteos de su madre que, por cierto, va a tener que batallar con el pastel de cumpleaños. Entre bastidores, el patriarca cascarrabias tan pronto poda un bonsái con el máximo esmero, como despotrica por todo con la voz metalizada del laringófono que lo acompaña de por vida. Llega el hermano retrasado, al que sus hermanas le reprochan lo de siempre, pero con el tiempo justo para organizar una terapia cuántica en grupo de buena energía. Y en medio del embrollo, la niña de los ojos de Avilés —no es una exageración, la directora ha declarado que su fuente de inspiración para el film es el hecho de que su propia hija viera morir a su padre cuando tan sólo contaba siete años— caza caracoles, que transporta con una lupa y coloca sobre una reproducción de La gallina ciega de Francisco de Goya, y que interroga con insistencia. Pero sobre todo, espera.
Con la noche, comienza el festejo. Y las emociones contenidas se desatan irremediablemente. Caben aquí el recibimiento de todos los congregados con máscaras con el semblante de Tona a lo Cómo ser John Malkovich, emocionantes discursos de amistad agradecida, regalos muy especiales que acompañarán a sus destinatarios para siempre, encendidos desencuentros fraternales, e incluso un dron abatido y un sobresalto a llamaradas. También llegará por fin el segundo y definitivo pastel, sobre el que el rostro precioso de Sol iluminado por las velas, casi nos da la despedida. Aun queda una estampa más.
Y así es como Avilés, en esta película pequeña, delicada, melancólica y alegre, consigue celebrar la vida a través de la muerte. No es la única. Es una más. Pero desde luego lo consigue.
«El Cine es más hermoso que la vida.»
Buen comentario. La película es muy emotiva y a la vez muy divertida.
Muchas gracias, Roberto. Me alegro mucho de que ya la hayas visto y de que te haya gustado. Es una tragicomedia muy vitalista, pese a la tristeza inherente.