La nueva película de los hermanos Dardenne se inicia con la protagonista frente a cámara, el fondo es hosco y la mirada, prácticamente, se acerca al centro de la cuarta pared. La posición moral de los directores belgas y, por consiguiente, política, se hace presente desde el primer fotograma y su consciencia gramatical. El plano se dilata, sujeto a su rostro y que, por lo tanto, no vemos a los responsables de la entrevista que evalúa, finalmente, si conceder la nacionalidad del país y, a su vez, el derecho a residencia en el viejo e indolente continente. El planteamiento, así como su valor semiótico, es claro e incisivo para el espectador; no veremos en ningún momento a quienes formulan las preguntas porque, al final y en última instancia, no es un individuo sino la mirada juiciosa de aquellos que, como el propio entrevistador, se encuentran detrás de la cámara.
Jean-Pierre y Luc Dardenne, ganadores de dos Palmas de oro, vuelven a la gran pantalla con una película que recuerda a sus mejores obras. La historia es dolorosa, desde el inicio hasta el final. No permite al espectador descanso y se adentra, vertiginosamente, en las profundidades de quienes viven desposeídos de nacionalidad, así como, paralelamente, de humanidad. La protagonista y su hermano pequeño subsisten a través de los canales que la sociedad les ofrecen; desde el tráfico menor hasta la prostitución. Sin embargo, a pesar de la impasible realidad y sus condiciones, en su intimidad, comparten una amistad que trasciende los imperativos de la veleidosa modernidad. En sus manos, la cura y el cuidado a las intempestivas de la vida; encontrando en su amistad, el vigor para armarse de ternura y hacer de los días, quien sabe, como, un hogar placentero. El viejo continente, inoperante en sus funciones sociales, se ha creído el centro de los valores de libertad, igualdad y fraternidad, como proclama la bandera francesa. No obstante, la película y la filmografía de los hermanos Dardenne, junto a otros directores como Aki Kaurismaki y Ken Loach, desatan la máscara que viste a Bruselas y su parlamento.
La película, en su conclusión, no concede ningún ápice ni atisbo de ilusión al espectador; participe de la atrocidad de su tiempo. La historia, como es de esperar, termina de la única forma posible. Aun así, como siempre ha sucedido, desde la noche de los tiempos y su fragil memoria, una pequeña música atestada de dignidad se eleva para dejar claro que, a pesar de todo, lo humano subsiste. En esta era, frívola e impredecible, desde su contenido hasta su forma, debemos recuperar, como la protagonista y su fiel hermano adoptivo, el valor de los esenciales.
Recordando el verso del cantautor cubano, Silvio Rodríguez, y que parece sobrevolar la película; «Si no creyera en mi camino, si no creyera en mi sonido, si no creyera en mi silencio… ¿Qué cosa fuera? ¿Qué cosa fuera la maza sin cantera?»