Repudiado por la industria Hollywoodiense tras lanzar sapos y culebras contra los productores de American History X e incluso estar a punto de llegar a las manos con Edward Norton, Tony Kaye redujo en los siguientes años su participación en el mundo cinematográfico a apariciones en documentales o un pequeño papel en Spun de Jonas Åkerlund. Sin embargo, un proyecto se estaba gestando desde hacía tiempo y es que a juzgar por el documento en sí, Lake of Fire debió llevar a Kaye a una suerte de odisea para diseccionar uno de esos temas controvertidos se mire por donde se mire: el aborto.
Producida, escrita, dirigida y fotografiada por él mismo (hecho que, como ya comentaba Pablo en su crítica de El profesor, no suele ser habitual en Estados Unidos), Kaye llegó a contar con testimonios como el de Noam Chomsky, del mismo modo que activistas, obispos, profesores, políticos y todo tipo de opiniones en la materia. Con un estreno limitado en Estados Unidos para intentar propiciar su entrada en premios de ámbito internacional después de las alabanzas tanto de críticos como instituciones, La meca del cine continuó haciéndole el vacío a un Kaye que no vio ni tan siquiera su documental nominado al Oscar, incluso llegando a ser pre-nominada por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas.
Con opiniones para todos los gustos, Kaye se mueve en los confines de la América profunda para retratar acontecimientos que constataban el hecho de encontrarnos frente a uno de los puntos negros del país, y nos traslada a cortes judiciales y clínicas abortistas para poner en tela de juicio posturas que, en el avance de Lake of Fire, son definidas acertadamente como algo cercano al integrismo. Ahí es donde el londinense lanza su órdago ante un sinsentido que va desde los asesinatos a las puertas de clínicas donde se practican abortos a, directamente, atentados contra esos locales.
Un tremendo absurdo que Kaye se encarga de diseminar a través de la visión de distintos testimonios o afectados, donde se obtienen opiniones que incluso equiparan el aborto al holocausto desde el punto de vista de lo inentendible que puede llegar a ser un tema así sin nutrir al espectador neutral de imágenes o que exponen que una blasfemia, al igual que un abortista, debe ser castigado con la ejecución debido a consignas que ni los propios interlocutores parecen alcanzar a comprender.
Hay, de hecho, un momento muy definitorio en el que un miembro del sector Pro-vida dice ante las cámaras que no se puede dialogar con aquellos que tienen una postura distinta por la actitud que toman sin darse cuenta que, en el fondo, su discurso no es más que una perorata absurda que no lleva a ningún lugar y no deja de ser una opinión emitida desde la total subjetividad de individuos que parecen esclavizados tanto por la religión como por la moral de un país que en Lake of Fire se alza como una lacra. Ya no hablamos del hecho de toparnos con unas instituciones que malean el terreno a su propia conveniencia, sino de una justificación que no parece tener sustento, pues como bien reclama uno de los testimonios casi en los últimos minutos del film de Kaye, las razones por las que sostener que el aborto sea bueno o malo, tendrían que surgir de la experiencia de uno mismo, no de burdos pretextos que no son más que la somera exclamación de un estamento abducido por sus propias “leyes” que no atiende a razones.
Pese a que en algunas ocasiones Lake of Fire parece posicionarse, en realidad Kaye no deja de ofrecer opiniones dispares que van en todas las direcciones y que rematan en una espiral que muestra el dislate en que se ha transformado algo que debería ser relevante, y que termina pareciendo una parodia sustentada por una sociedad apocada a veredictos que parecen surgir más de todos los estamentos que hay tras esa sociedad, que del propio individuo en sí. De hecho, sólo hay que atender ante el parecer del citado Chomsky o simplemente profesores de universidad que demuestran tener un mínimo de sentido común para llegar a la conclusión de que en este debate no hay postura válida, que todas terminan quedando anuladas por una falta de juicio brutal, más sabiendo en qué siglo nos encontramos.
A nivel formal, Kaye emplea un pulcro blanco y negro que acompaña una fotografía que, sin necesidad de ser extraordinariamente plástica, capta con detalle lo que el cineasta desea, encontrando su culmen en secuencias de ámbito más dramático que son resueltas a la perfección. No busca ahí el autor de American History X un retrato más emocional, simplemente un reflejo nítido que no queda deslucido gracias a la habilidad que posee en sortear posibles reconstrucciones de los hechos que habrían hundido, en cierto modo, las expectativas de una propuesta que alcanza cotas suficientemente altas como para decir que nos encontramos ante un gran documental.
Un documental que, como cualquier otro, encuentra puntos álgidos en forma de texto recogido casualmente cuando un hombre proclama que Estados Unidos ha pasado de ser ‹Land of the Free› a ‹Land of the God›, y otro que las libertades en América terminan cuando una persona asesina a otra por no converger en una forma de actuar u opinión, sentencias que bien podrían contener buena parte de la esencia de una pieza a la que, ante todo, se podría tildar de necesaria, en especial cuando en su última secuencia capta un testimonio fundamental para comprender la contradicción que puede suponer el propio hecho de abortar, ya no por tomar una decisión tan complicada o llegar a un estado emocional en el que uno se despoja de cualquier máscara, sino por diluir causas y consecuencias en un solo acto que pone de manifiesto la complejidad de un tema ante el que no sirven credos ni leyes, sólo una opinión fundamentada o la experiencia personal.
Larga vida a la nueva carne.