Después de acumular una serie de fracasos comerciales, siendo especialmente hirientes los de Vampyr, Dies Irae y Dos Personas, al maestro Carl Theodor Dreyer no le quedó más remedio que vender su talento realizando a lo largo de los años 40 y 50 una serie de cortometrajes patrocinados en su mayoría por el gobierno danés de muy distinta índole y temática cada uno de ellos. En este sentido Tomamos el Ferry se eleva como el más potente y popular de este catálogo de obras de escaso metraje cocinadas con el talento y esa mirada innovadora de uno de los renovadores del lenguaje cinematográfico tanto en la era silente como en la sonora. El objetivo de los regidores del país nórdico no era otro que tratar de atemorizar a sus ciudadanos advirtiéndolos del peligro que suponía circular traspasando los límites de velocidad marcados en las sinuosas carreteras danesas. Y para conseguir este para nada fácil propósito(díganselo a los creativos de las campañas de la DGT aquí en España) el autor de Ordet puso toda su sapiencia y dominio del manejo de la técnica cinematográfica al servicio de un cortometraje que contiene algunas de sus principales señas de identidad.
La historia se resume con facilidad, puesto que en sus escasos 10 minutos de metraje apenas aparecerán diálogos ni pistas argumentales que desvíen la atención del espectador de la línea marcada desde el arranque. Así una pareja de mediana edad subidos ambos en una potente motocicleta atracan en un puerto a donde llega el barco que los transporta. Sin embargo la pareja debe cruzar una sinuosa carretera a gran velocidad ya que debe alcanzar otro ferry que partirá de un puerto lejano en breves instantes. Ello llevará al hombre a acelerar y dar gas al acelerador de su moto sorteando todo tipo de obstáculos en su camino, desde vacas y pastores, pasando por tractores, automóviles, paseantes y toda una galería de obstáculos que entorpecerán su camino hacia la meta, siempre tomado a la velocidad del relámpago por una pareja de temerarios motoristas a los que parece no importarles un comino los límites establecidos. Pero cuando ya queda poco para culminar el viaje el dúo de intrépidos motociclistas chocarán su destino con un extraño conductor, poseedor de un rostro apagado, gélido y ojeroso y tan esquelético como la propia muerte, que acelerará el vehículo que conduce con la intención de impedir el adelantamiento de nuestros protagonistas, hecho que excitará las ansias de nuestro héroe de rebasar a este funesto coche produciéndose con ello un fatal desenlace.
Tomamos el Ferry emerge como un prodigio de técnica cinematográfica pues aquí nos encontraremos con un montaje fastuoso y espectacular de un Dreyer que ofreció todo un recital engalanando su encargo con toda una gama de planos subjetivos (haciéndonos así partícipes del punto de vista del conductor de la moto mientras observa la inmensidad de la recta carretera que surca a gran velocidad, pero también mientras otea el velocímetro avanzar a toda prisa marcando números atemorizantes o situando la cámara a la altura de la rueda en unos picados tan vertiginosos como alucinantes), también con esos travellings tomados desde el frente, el lateral (repitiendo hasta el desaliento ese primer plano lateral de la pareja a los lomos de la moto que confiere a la acción una sensación de viveza ciertamente inquietante) y por delante de la motocicleta que recorre las carreteras a gran velocidad (planos que me recuerdan a los de Wim Wenders en su magistral En el curso del tiempo, siendo este corto un referente para el alemán a la hora de construir esos maravillosos travellings en moto tan presentes en las mejores perlas de su filmografía) y todo un repertorio de escenas cortadas con la finura y estilo que señalan a un preciso cirujano del lenguaje cinematográfico que convierten a esta pequeña obra maestra sin duda en toda una experiencia difícil de quitarse de la memoria.
Lo que más me fascina de este cortometraje es sin duda la ambición del maestro de dejar cátedra incluso en un producto tan aparentemente insípido como puede ser un anuncio destinado a concienciar al público de los peligros de la exaltación de la velocidad mientras viajamos en nuestros vehículos. Una carta que alertaba de los riesgos que entrañan las prisas y las imprudencias tan pegadas a esa juventud que observa a la muerte desde la lejanía de su piel exenta de arrugas. A Dreyer creo que poco le importaba el mensaje y sí mucho la forma y el verbo de sus imágenes, dibujando un panorama dantesco a partir del empleo de primerísimos planos, un montaje sublime que debería ser estudiado minuciosamente en cualquier escuela de cine que se precie y con el uso de una poesía que encierra tras su disfraz de mero producto dirigido a refugiarse en las estanterías del olvido una oda a la muerte, sin duda una de las obsesiones que definen al cine de Dreyer puesto que el estudio del propietario de la guadaña desde muy diferentes enfoques y puntos de vista forma parte de la sustancia de Dreyer como ese desenlace al que todos debemos acudir en algún momento de nuestras existencias a pesar de tratar de esquivarla, aquí representada por ese conductor fantasmal y terrorífico (Dreyer quiso ser bastante claro en cuanto al significado de la presencia de este personaje cuya aparición en primer plano alumbrará en la mente del espectador el amargo final que acontecerá unos segundos después en la piel de los motoristas que protagonizan el relato) que originará ese beso que ninguno queremos dar y que cerrará el corto con una secuencia portentosa de un par de féretros viajando en un pequeño barco dirigido por una figura turbadora, una escena que evoca directamente a Vampyr ofreciendo un guiño emocionante y melancólico compuesto por uno de esos directores malditos que nunca encontraron en el aplauso del público un refugio que asegurara la producción de una filmografía más extensa de la que finalmente llegó a concretar, si bien repleta de obras maestras de efectos imperecederos como esta Tomamos el Ferry que se alza como uno de los cortometrajes más innovadores, pujantes y estéticamente insuperables de la historia del cine.
Todo modo de amor al cine.