El plano con el que abre Todo va bien (Tout va bien, Jean-Luc Godard, 1972), es una declaración de intenciones. Dos palabras: «Mai 1986». Lo culmina el plano siguiente: «Mai 1972», que completa los tonos de la tricolor francesa y provee el marco espaciotemporal que sirve de escenario a la acción. Jacques (Yves Montand), el director de cine —trasunto de Godard— que protagoniza la película, intenta hacer un reportaje en una industria cárnica junto con Suzanne (Jane Fonda) su compañera en el trabajo y en los amores, cuando ambos resultan víctimas del motín que retiene en su despacho al director de la empresa. Este anecdótico episodio sirve como germen en torno al cual cristaliza el resto de la inusual narrativa de esta película extrañísima.
Desde su metacinematográfico arranque, el film juega a ser todo y nada a un mismo tiempo, una cosa y la contraria: documental y ficción, cine y anticine, burla del capitalismo y también del comunismo. En un momento del metraje, Jacques dirá mirando a la cámara: «Mayo del 68 fue como un puñetazo en la cara. (…) Era serio y a la vez no era serio». Se surgiere así que la esencia de la revolución que zarandeó a Francia (y a toda Europa) se puede resumir como una bien calculada indefinición. Lo mismo le sucede a la cinta de Godard. Ni siquiera la pasión que ambas contienen logra enderezar su rumbo hacia los terrenos de lo fértil, de lo sostenible. Por más genialidad que contengan, alzamiento y película —esta última encadenada a aquella, como presa de su mismo maleficio— devienen al fin simpático artificio, piezas de museo histórico o fílmico, por cuyo impacto último se preocupan, hoy por hoy, los eruditos. Y pocos más.
Es imposible negarle a Todo va bien sus acertados ramalazos de innovación fílmica o su seminal influencia, que llega hasta nuestros días. Veánse, como botón de muestra, los larguísimos barridos horizontales de muchas películas de Wes Anderson, en ocasiones efectuados través de diversas estancias contiguas, como en el Belafonte de The Life Aquatic with Steve Zissou (Wes Anderson, EE. UU., 2004), el tren de Viaje a Darjeeling (2007) o la casa de la familia de Suzie en Moonrise Kingdom (2012). Trazos inconfundibles del esteta por excelencia del cine norteamericano, que se antojan directamente heredados de esta cinta de Godard, en la que la cámara se pasea a lo largo de la sección transversal de la fábrica de embutidos. Pero se ha de decir que, por lo demás, Todo va bien ha envejecido bastante mal, a pesar de ser una obra clave en la filmografía del irreductible galo. Otro tanto se puede decir de Mayo del 68. Fue el epicentro de algunos terremotos sociales (presentes en la cinta) cuya vibración alcanza hasta nuestros días: la revolución sexual, la reivindicación obrera, la crítica de la (entonces incipiente) sociedad de consumo, el auge del individualismo. Algunos de estos rasgos están hoy de capa caída. Otros han mutado. Y, de Mayo del 68 queda, sobre todo, el fantasma de lo que fue, la ilusión de lo que pudo haber sido. Algo tan memorable como prescindible. Igual que la cinta de Godard que, por ello, resulta el film perfecto para rememorar la gran revolución fallida.