Expansión reduccionista
En un plano general, al inicio de Todo a la vez en todas partes, la nueva película de Daniel Scheinert y Daniel Kwan (conocidos popularmente como “los Daniels”), las diferentes capas visuales repartidas por el espacio que habita la protagonista, Evelyn Wang, sintetizan con bastante precisión la naturaleza acumulativa del filme. Una entrega al exceso tan cansina como simplista, que confunde atrevimiento con ridículo y divertimento con banalidad.
En el plano en cuestión, en una habitación completamente caótica puede verse una pantalla con múltiples imágenes de distintas cámaras de seguridad y un reflejo en un pequeño espejo en el que, posteriormente, la cámara se sumergirá virtuosamente. La lectura parece obvia, plagar el plano de imágenes fragmentadas, de una multiplicidad de formas visuales que, en cierta manera, introduzcan la idea de un multiverso inabordable. Sin embargo, Todo a la vez en todas partes no es tan imaginativa como pretende aparentar.
Uno de los principales fracasos de la película es la imposibilidad de apoyar sus ocurrencias conceptuales en imágenes que no resulten extremadamente nimias. Incluso en sus llamativas escenas de acción, los Daniels se estancan en unos referentes demasiado pesados como para desligarse por completo de ellos. Así pues, resulta más interesante el dinamismo de la cámara en los primeros compases del filme, cuando se dedica a seguir a los personajes a través de las estancias de su caótico día a día, que la aparatosa explosividad de unos combates de artes marciales gratuitos y repetitivos. Es en sus primeros compases cuando la cinta progresa desde un extrañamiento particular, capaz de generar interrogantes que, desgraciadamente, al final responderá no mediante la puesta en escena, sino con diálogos obvios y redundantes. Y, posiblemente, aquí resida el otro gran problema de la propuesta de los Daniels.
En su tramo final, perdido en una acumulación ingente de clímax inacabables, Todo a la vez en todas partes opta por buscar una especie de verdad absoluta, algo así como un mensaje capaz de trascender, articulado más bien como un aforismo vacío de un libro de autoayuda que no como un discurso mínimamente reflexivo. Resulta paradójico, pues, como una película con la voluntad constante de expandirse, termina siendo tan reduccionista. Al fin y al cabo, el conjunto es una amalgama de locuras entretenidas (en ocasiones, graciosas), pero tan tradicional y banal como muchos otros productos de acabado no muy distinto.
Pero tampoco sería pertinente condenar drásticamente Todo a la vez en todas partes. Sus errores parten de unas bases interesantes y, pese a su excesiva aglomeración de ideas, en todas ellas hay un entusiasmo por la aventura y el espectáculo sincero, difícil de encontrar actualmente. No obstante, que un filme donde aparecen personas con perritos calientes en vez de dedos solamente produzca indiferencia y pierda la habilidad por sorprender, es decepcionante, y más aún cuando su premisa es una mezcla entre Matrix (Lily Wachowski & Lana Wachowski, 199) y Olvídate de mí (Michel Gondry, 2004).