Cinco amigas charlan en la terraza de una calle de Lugo. Se aprecia que son amigas por la complicidad en sus gestos, las miradas, el respeto. Cómo se escuchan o se quitan la palabra. Mientras toman unas cervezas, sonríen, bromean, fuman y pasan el rato. Un buen rato, salvo por una razón. Hablan de sus vivencias habituales, algo tan común como salir a la calle cualquier día, volver del trabajo, pasear por la ciudad, cualquier actividad lógica para cualquier persona. Y no solo ir a un lugar u otro, sino entrar en redes sociales, hablar con la familia o con los compañeros de trabajo sin tener que ser juzgadas. Todo a lo que aluden concluye en los obstáculos que los hombres, unidos a una sociedad patriarcal equivocada —tanto en nuestros principios tradicionales, como en las relaciones sociales entre los sexos— nos conducen a ejercer un comportamiento acosador, despectivo, machista y, como consecuencia del conjunto, hasta ser violentos. Nosotros, hombres, podemos reeducarnos para eliminar estos comportamientos. Pero ellas, mientras tanto, tienen que vigilar a los transeúntes que se les acercan por calles solitarias. O prever la manera de llegar a casa. Parece duro. Parece una mala película del fin de semana.
Por desgracia es lo cotidiano.
Los primeros planos y planos medios que se suceden nada más comenzar, así es como se presenta a las amigas que cuentan sus experiencias sobre el miedo a posibles agresiones, a las amenazas directas por parte de desconocidos. Al acoso o la agresión incluso de conocidos con buena reputación entre un círculo social cercano. De manera directa ya somos parte de la conversación porque todo lo que dicen nos suena al haberlo escuchado en situaciones vividas por nuestras hermanas, primas, sobrinas, compañeras de trabajo, o las propias amigas. También por haber escuchado los alardes de los homónimos masculinos en muchos casos. La fuerza del documental está en esa cercanía sin anestesia, la generosidad para entrar en sus diálogos pero con la condición de reflejarnos en los casos que comentan. Y el reflejo puede doler porque no es dogmático ni una sentencia, sino una realidad imparable que motiva este documental.
Desarrollado en tres jornadas distintas, las protagonistas que hablan en este documental aparecen ante un público nuevo que las observa en la pantalla de una televisión. Son otras diez mujeres de distintas edades, formación, empleos y procedencias, también está junto a ellas Xiana, la directora. Recogen el testigo de la conversación en un juego especular que superpone la imagen del grupo anterior y se proyecta en el espejo hasta el infinito, por eso son Todas las mujeres que conozco, aunque también podría bastar con preguntar a cualquier mujer. Confirman todo lo dicho en el bar, pero además amplían la importancia de la educación, porque en un momento, una de las participantes describe cómo le preocupa más educar a su hijo varón para que no se convierta en un acosador dentro de una sociedad que ayuda a serlo. El siguiente paso es llegar a la escuela. Se abre la conversación a un grupo mixto de alumnos en segundo de la ESO para generar un debate y buscar sus impresiones. De nuevo miran la pantalla, al ver los vídeos anteriores, como un juego de matrioskas que siguen surgiendo desde la primera, quizás abriéndolas. Aunque lo ideal sería cerrarlas desde la más pequeña. Y como una semilla este debate no se cierra, se amplía en coloquios como el surgido después de terminada la proyección, con ganas de continuarlo en más escuelas, foros y charlas.
Tódalas mulleres que coñezo es un documental participativo desde los propios espectadores, que no pueden ser impermeables a lo que se escucha. Parte de lo más cercano, una reunión de amigas, un grupo mínimo que se amplía progresivamente en un conjunto de mujeres más abierto y llega hasta la escuela con una veintena de alumnos. La idea de seguir ampliándolo desde la misma película, abriendo capas para seguir con el debate le da todo su valor. No se trata de recurrir al tópico del cine necesario que tanto mencionamos en ocasiones. Tampoco al de imprescindible. Es un largometraje único, su valor está en servir de germen para la concienciación social.
El documental está fotografiado en un blanco y negro que iguala las tonalidades lumínicas para que tengan su importancia las participantes, pero no neutraliza la individualidad gestual ni expresiva que las hace distintas a todas. La textura fotográfica no se usa como un manierismo o tendencia estética, propia incluso de la publicidad reciente, sino con una función narrativa.
Por mucho que nos duela a los hombres, la focalización en el ámbito del miedo es perfecta, sin derivar a temas judiciales recientes porque se grabó durante 2017 y la postproducción terminó en enero de 2018, fechas anteriores a la sentencia del juicio sobre la manada. Ni al maltrato, pero da con la clave de un temor que percibimos, pero no sentimos del modo que lo sienten ellas y es uno de los motivos en la injusticia de la desigualdad entre géneros.
Con un montaje ágil, sin distracciones, directo al interés de lo que se trata. La captación del sonido directo pulcra, sin intimidar durante las intervenciones. Por medio de conversaciones naturales, dignificando un método del documental que se ha echado a perder sobre todo con las tertulias de televisión, mal llamadas así al ser simplemente, discusiones entre charlatanes.