Poco más de un mes separa los decesos de George A. Romero y Tobe Hooper, dos nombres clave para entender el cine de terror contemporáneo. Si Romero, con La noche de los muertos vivientes, perfiló una nueva sensibilidad dentro del género alumbrando un monstruo (el zombie moderno) acorde con tiempos mucho menos inocentes que los que vieron nacer a las clásicas criaturas de la Universal y la Hammer, Tobe Hooper llevó el tema aún más lejos con la fundacional La matanza de Texas, enfermiza y paroxística inmersión en el horror puro que marcó un punto de inflexión dentro del género. Para cuando Hooper planteó, con la complicidad de Kim Henkel, este sórdido cuento de terror que ilustraba como ningún otro el choque entre civilización y barbarie (marcando a fuego en el imaginario popular la imagen del sur profundo de los USA como territorio pesadillesco abocado a la crueldad), ya se había estrenado La última casa a la izquierda, cinta que comparte similar turbiedad tonal y que, renunciando a lo fantástico, supo entender el potencial desestabilizador de un horror firmemente anclado en lo real, cuya plasmación hiperrealista (y feísta casi por necesidad) aportaba unas dosis de inquietud y mal rollo inéditas hasta ese momento en el cine de terror previo. Hooper, sin embargo, jugando prácticamente a lo mismo, alcanzó unas cotas de excelencia a las que no pudo llegar la estimable obra de Craven, merced tanto a la forma en que construyó esa atmósfera de gótico sureño (putrefacción ambiental mediante), como a la seca frontalidad con la que filmó la locura, el martirio y la muerte, dejando durante todo el metraje imágenes ya icónicas y cuajando uno de esos personajes (Leatherface) tan inquietantes y memorables que, inevitablemente, acaban volviendo a las salas cada cierto tiempo protagonizando nuevas hazañas (en breve, de hecho, se estrenará una que muestra su origen).
Estamos ante una cinta cuyo impacto fácilmente podía haber neutralizado y eclipsado la trayectoria posterior de su autor (y hasta cierto punto tal vez haya sido así), pero es mérito de Hooper haber sabido revolverse contra su recuerdo para explorar nuevas vías con las que abordar el género, aun a costa de cargar con la incomprensión de muchos de los que se vieron noqueadas por aquella película tan inusual. Dejando a un margen la estética sórdida, desquiciada y alucinatoria en su exhibición de la violencia y la crueldad de aquel clásico, así como el tono contracultural e independiente que también esbozara en su extraña ópera prima (Eggshells), Hooper confiará en lo sucesivo en unos planteamientos formales y narrativos más convencionales, incluso manteniendo idéntico apego por los ambientes rurales como focos de lo monstruoso o por la naturaleza tortuosa y psicopática de las criaturas marginales que viven aisladas del sistema. Así sucede en obras como Trampa mortal, la muy reivindicable La casa de los horrores (en la que Hooper templa su estilo y se entrega un elegante trabajo de cámara que mereció mayor reconocimiento) o, muy significativamente, en la propia secuela de su obra cumbre, Masacre en Texas II, todavía hoy una de sus películas más controvertidas al traicionar (aparentemente) el espíritu de aquélla inclinando la balanza descaradamente hacia la comedia. Una operación que, lejos de gratuita, permite contemplar la grotesca demencia de la obra original bajo otro foco igual de válido: el de la farsa y el grand guignol, con resultados realmente estimulantes.
Aunque, sin duda, la cinta que marcó un cambio relevante dentro de su obra es Poltergeist, producida bajo el amparo (se nota muchísimo) de Steven Spielberg, en lo que claramente supone una claudicación de los temas más violentos de su cine anterior en favor de un terror de corte familiar, pero aún así muy inquietante, sólido y efectivo. Lo que demuestra la valía y permeabilidad de su autor, capaz de acoplarse con talento a los diferentes registros que se le exigen o que decide acometer, como también prueban cintas tan recomendables como Salem’s Lot o la genial Lifeforce. Por desgracia, la entrada en la década de los noventa marcó el inicio de su decadencia, encadenando títulos curiosos pero poco inspirados, algo que se extendió también a la llegada del nuevo siglo. En este sentido, el estreno, en 2004, de La masacre de Toolbox, dejó un regusto agridulce: por una parte cabía lamentar la mediocridad general en la que se había encallado su cine, pero por otra mostraba a un director fiel, hasta el último momento, a sus inquietudes de siempre, y fiel a un género al que dedicó toda su vida, dejando un buen puñado de obras valiosas a las que los fanáticos del mismo volvemos cada cierto tiempo. Y, sobre todas ellas ella, una, tan especial y diferente: La matanza de Texas, radical y salvaje incluso a día de hoy, iluminando el camino para todo el cine de terror que habría de llegar a partir de entonces.