Terrence Malick no es un autor que se haya prodigado en exceso en el mundo del cine: To The Wonder es su sexta película en 40 años. Su máximo tiempo inactivo llegó entre Días del cielo y La delgada línea roja, donde estuvo la friolera de 20 años sin dirigir. Sin embargo, parece que en los últimos tiempos se ha destapado como autor prolífico: su último trabajo llega un año y medio después de El árbol de la vida, y cuenta con otros 3 proyectos en diferentes fases de desarrollo. El toque poético de Malick siempre ha estado presente en sus filmes desde su notable debut en Malas tierras, pero desde su visión de Pocahontas en El nuevo mundo, coincidiendo con su periodo más hiperactivo, ha entrado en una dinámica empalagosa de la que será difícil que salga. En To The Wonder nos cuenta una historia romántica condenada al fracaso que sirve para diseccionar el amor en sus múltiples formas y hablarnos sobre su fugacidad, y la necesidad imperiosa de afecto que tiene el ser humano.
La cinta nos muestra a 3 personas perdidas en busca del camino más propicio para la satisfacción personal, con especial interés en la relación entre Marina, una parisina de origen eslavo y madre divorciada con una hija, y Neil (el personaje de Affleck no llega a ser nombrado en la película, pero en las notas de prensa aparece con ese nombre). Su amor inicial alcanza un estado casi de éxtasis de felicidad cuando se encuentran en Normandía, y deciden irse a vivir a Oklahoma, acompañados de la hija de Marina. Neil trabaja como inspector ambiental, mientras ella se hace asidua a la iglesia de un sacerdote exiliado. Ella no imaginaba que Neil dudaría en casarse y se vería obligada a volver a París después de que su visado caducara, momento que aprovecha Neil para retomar su relación con un amor de juventud. El tercer personaje relevante es el del citado sacerdote local en su vano intento de guiar a sus fieles hacia el camino correcto, mientras que constantemente duda de su propia fe, pidiéndole a su Dios una simple señal que demuestre su existencia, para saber que su vida no ha sido en vano.
Los momentos iniciales son los más acertados del film, mediante una interesante representación de la felicidad y el aliento provocados por un nuevo amor, pero la narración se va viniendo abajo paulatinamente y el lirismo banal se apodera de la pantalla. Toda la historia es representada por medio de una espiral de imágenes apoyadas siempre por una voz en off agotadora con frases fragmentarias sobre la vida, el amor y Dios. El director estadounidense está únicamente preocupado por el envoltorio y deja en un segundo plano lo que realmente importa, perdiéndose en una espiral de reflexiones a modo de galimatías que carecen de profundidad, mensaje, ni sentido. Malick se vuelve a saltar la narrativa convencional con una estructura elíptica, acumulando bellas imágenes impresionistas muy absorbentes, pero carentes de ninguna conexión emocional. Las imágenes captadas con la cámara son de una plasticidad irrefutable, propiciadas por unos talentosos movimientos de cámara que provocan la sensación como si flotase sobre sus personajes, con unos planos prodigiosos, pero deja estupefacto al espectador por la capacidad que tiene de pasar de la genialidad al ridículo de un plano a otro sin apenas inmutarse. Uno de los ejemplos más significativos en este sentido es que cada personaje hable en un idioma distinto (en la cinta concurren inglés, español, francés, ruso, italiano) y todos se entiendan entre sí de un modo casi vergonzante, en unos diálogos donde sólo habla uno de los dos interlocutores sin obtener respuestas del otro, ocasionando una triste sensación de ausencia de vida que nos impide comprender las motivaciones de los personajes.
Malick repite con los elementos visuales que le hicieron tener un éxito relativo con El árbol de la vida, especialmente en la interacción con la naturaleza y la religiosidad de sus voces en ‹off› susurrantes que tanto irritan a los detractores de su última etapa. Aquí no hay dinosaurios, ni el cosmos es presentado como en un bello documental, pero su estética y filosofía se mantienen intactas, con una visión sentimental voluntariamente mística y un lirismo enojosamente redundante y pretencioso, que cala menos que su anterior trabajo, dotando a la cinta de mayor cursilería, y desprendiendo una sensación de ‹déjà vu› muy pronunciada. Parece como si el director de Malas tierras hubiese utilizado las escenas eliminadas de su “arbolito” para depurar su nuevo estilo yendo un paso más adelante: ahora los susurros que venían a mostrar esa voz muda que habita en la mente de cada ser humano y catapulta a sus sentidos, también aparecen en los diálogos confundiéndose con las omnipresentes voces en off. Las dichosas voces susurrantes solo desaparecerán durante los momentos de mayor tensión entre la pareja protagonista o mediante la presencia de la amiga italiana de Marina, la única que parece pertenecer al mundo real debido al volumen acústico de sus palabras, aunque sus chillidos y comentarios produzcan aún mayor sonrojo, si cabe.
Las escenas no acaban de tener el calado dramático, la solvencia y el sentido de su anterior película, donde Brad Pitt y Jessica Chastain brillaban con luz propia en los momentos cinematográficos más convencionales. El personaje de Marina interpretado por Olga Kurylenko es definitivamente el rol protagonista más irritante de la escueta filmografía de Malick, dedicándose toda la película de un modo absurdo e irreverente a moverse bailando por la casa, dando saltitos, corriendo por los campos, jugando al escondite, o tonteando con todo lo que encuentra a su paso, sin provocar el menor atisbo de empatía con el espectador. Uno comprende que el personaje que interpreta Ben Affleck con su cara de palo habitual intente huir desesperadamente de esa ‹flower power› que le ha tocado como pareja. El director de Argo, a pesar de que también encarne a un ser vacío de vida, es el menos irritante del trío, motivado posiblemente porque no tiene más de 5 líneas de diálogos y un par de pensamientos en voz alta con los que torturar al espectador, aunque aparezca constantemente en pantalla. A Malick no le hubiese venido nada mal el uso de sus famosas tijeras en el montaje con el personaje de Bardem (un gran actor, aquí superado por un papel muy cargante), cuyos pensamientos en voz alta a modo de oración pidiendo refugio a Cristo para hallar su lugar espiritual alcanza las mayores cotas de bochorno de la narración junto a los bailes de la protagonista. Estos famosos recortes de Malick suelen dejar fuera de manera irreversible a actores que participaron inicialmente en la película, como en este caso sucede, entre otros, con Rachel Weisz y Jessica Chastain, o dejan a otros en un segundo plano como acontecía con el personaje del pobre Sean Penn en su película anterior.
A pesar de todos estos lastres, si uno se deja llevar por las magníficas imágenes captadas por el gran Emmanuel Lubezki sin darle demasiadas vueltas, puede llegar a resultar una experiencia gratificante. Ver una película de Malick en pantalla grande es un acontecimiento que todo ser humano debería probar como mínimo una vez en la vida. Además, hay que aplaudir que, como sucede con Godard, sea un autor que se mantenga al margen de modas y tenga el arrojo de seguir insistiendo en su sello, contra viento y marea.