To Leslie tiene ese espíritu de canción que suena un día triste y parece que solo hable de ti. En cierta manera, Leslie dialoga continuamente con las canciones que visten la película, todas hablan de sus errores, de sus heridas y de sus vendas, de alguien que se ha perdido y no recuerda cómo saldar sus deudas. Hay una escena en la que se encuentra tirada sobre la barra del bar, siendo consciente de aquello que suena en la gramola, y entabla una conversación con la canción que, con esa rebosante melancolía del country, ese tono lastimero y melódico con el que se arrancan las entrañas, parece dirigirse directamente a ella, recordándole todo el daño que una persona puede causar a quien más quiere. No es la única ocasión, pero sí la más demoledora y simbólica, que extrae de su sencillez un nuevo modo de relatar este continuo drama, sin necesidad de convertirse en un punto de inflexión o un despertar, solo un reproche íntimo en medio de ninguna parte.
Todas las canciones hablan de ti, de lo bueno, de lo malo, de lo que podría llegar, hasta que hay que transformarlas en hechos. Aquí es donde entra Michael Morris. Se habla de su debut en la gran pantalla, pero es una idea tramposa, teniendo en cuenta que ha participado en muchas series dirigiendo capítulos, algo que se puede intuir al ver cómo saca partido a sus actores, cómo exprime una idea sin que se note la asfixia y reporte algo de naturaleza. Morris sabe que la historia (real) en la que se basa tiene ese alma de telefilm, y podría llevarlo todo a una sesión de tarde más donde alguien se deja derrotar e intenta subsistir; pero este director que tan bien conoce el formato pequeño también sabe lo lejos que está en la actualidad de adaptarse al consumo rápido, a ver y olvidar, y encuentra un lugar intermedio donde reposar ese personaje que tanto ha moldeado para sacar una certeza de él.
Es cierto que la ficción se siente encajonada cuando trata de abrirse paso a través de una historia verídica, por encontrar unos pasajes que deben permanecer intactos, aunque sea por una simple inspiración en su origen. To Leslie deja en todo momento una impresión concreta sobre su personaje principal, no hay forma de escapar de la idea de mujer hundida que va a encontrar algún tipo de salvación. Es algo que resuena a canción sureña o a interés fílmico para que la historia se convierta en una de esas película norteamericanas que se entierran en un pasado que merece ser narrado, conocido por todos. Pero aquí, en cierto modo, se bajan las expectativas hasta humanizar el personaje y acompañarlo a su destino, en vez de convertirlo en una atracción de feria. Lo hace con la música, sí, pero también con la luz que acompaña a Leslie, unos tonos cálidos, naturales o artificiales, que siempre arrojan luz sobre el personaje para que se muestre tal como es, sin que ya queden sombras entre las que esconderse.
Andrea Riseborough es toda la película, su interpretación alimenta a la cámara sin forzar un solo instante a esa histriónica borracha que ha dilapidado su suerte, todo en ella es tangible, capaz de transmitir sus indómitas tribulaciones, ya sea enfrentándose a la desidia o a sus propios problemas, demostrando otros ideales de belleza a la hora de enfocar su protagonismo. Se podría tachar To Leslie de película al servicio de sus actores —siempre es un acierto contar con Allison Janney, capaz de dilapidar a sus contrarios ya sea en la comedia o el drama, como aquí sucede—, pero dentro de su sencillez encuentra formas de dialogar con las situaciones que les comprometen, dando espacio al brillo y a la oscuridad, a conceptualizar reproches sin necesidad de verbalizarlos, evitando que sean lo importante de este film.
To Leslie no es la película inolvidable, pero sí consigue que lo sea su protagonista, que se mueve con soltura por los bajos fondos y se reinterpreta constantemente sin perder un ápice de credibilidad, dentro de una especie de lección de vida que no intenta inculcar un mensaje, sirviendo simplemente de aproximación al mismo. Aquí es donde realmente puede ganarse al público un drama de estas características, olvidándose de dictar los doce pasos que un adicto debe solventar antes de alcanzar la felicidad, ese término ambiguo y realmente inabarcable. Morris prefiere acompañar en vez de obligar, no hay píldoras acomodaticias que dosificar, consiguiendo estar pendiente de un diálogo interno con el que romper a alguien en mil pedazos sin evitar las salpicaduras que ello conlleva.