El miedo surge como elemento amenazante en la ópera prima de Gabriel Bitar, André Catoto y Gustavo Steinberg. Un sentimiento que se descubre como atenazador de las emociones y divulga en cierta manera uno de los grandes obstáculos de la humanidad, pero al mismo tiempo surte a modo de mecanismo mediante el que dejar atrás aquello que nos concibe como lo que somos. Quizá es por ello que Tito e os pássaros encuentre en un componente de cauce tan elemental no sólo el principio básico en el que desarrollar una premisa que sobrevuela distintos ámbitos pero en todo momento tiene claro su objetivo, también una forma de desarrollar temáticas adyacentes que apuntan con constancia a la expresión que formamos como grupo, como sociedad, y a cómo una idea puede llegar a moldear el pensamiento colectivo negándonos una esencia sin la que es imposible comprender lo que somos y hacia donde nos dirigimos.
Es en ese marco donde el padre del protagonista, Tito, encuentra en un animal como la paloma —en su estado “salvaje”, por así decirlo dentro de los parámetros que le permiten serlo al convivir en el mismo entorno que el ser humano— una particular respuesta que, tras su desaparición en un incidente y posterior discusión con la madre del protagonista, se extenderá a su primogénito surgiendo, además de a modo de prolongación de una investigación, como una suerte de bálsamo que le ayudará a lidiar con la situación que vive. Así, el en ocasiones enrarecido clima fomentado por la ausencia del progenitor y la sobreprotección de una madre que ve en Tito su único vínculo, se verá aliviado por la extraña relación que establezca el personaje central en el seguimiento de las pesquisas de un padre cuya figura se revela primordial, así como por el refugio hallado entre unas inquietudes insólitas.
Tito e os pássaros toma la forma de fábula con moraleja, donde ese miedo al que aludía constituye parte elemental del relato al propagarse como una epidemia que amplifica sus consecuencias a medida que el temor va haciendo mella en los que padecen las distintas etapas de la enfermedad. El subtexto que exponen los cineastas, que agrega apuntes de lo más afilados —como esa relación con las esferas de poder o la inevitable mirada al alarmismo de los medios de comunicación como pantalla en la que radiografiar el control social vertido desde los mismos—, queda reforzado además en un dispositivo formal que juega con la vistosidad de la técnica escogida —ese portentoso óleo en el que vierten su creación— y crea a través de la misma un universo que es abordado por la paleta cromática como modo de reflejar estados y sensaciones, dotando de un mayor estímulo al conjunto.
Más allá de lo que pudiera parecer por una animación que busca rostros afables y delinea mediante los arquetipos y patrones reconocibles un estilo cercano, Tito e os pássaros se conforma como un film adulto en tanto compone escenarios en parte tenebristas en los que configurar una atmósfera muy particular —donde incluso alude a otros terrenos como el del terror en secuencias concretas—, y enarbola una disertación que, si bien se expone dentro de los propios parámetros del género, se siente más madura de lo habitual, trenzada con una fuerza quizá no tan corriente. Nos encontramos, en definitiva, con un título que explora las propiedades que ofrece la animación con habilidad, y expone una certera reflexión donde incluso una conclusión que podría pecar de naïf —algo que, finalmente, termina evitando— y hasta una cierta infantilización, halla el camino adecuado mediante el cual no únicamente no perder un ápice de su valor, sino servir una sugerente carta de presentación que sigue demostrando que el cine de animación pasa por un momento en el cual más vale no perderlo de vista.
Larga vida a la nueva carne.