Hay una oferta: dos cajas, con una película en el interior de cada unidad. La primera contiene el siguiente comentario en su superficie «pasable», la otra continúa con un «mediocre». El regalo perfecto para que quien la reciba encuentre puntos hilarantes dentro de la mediocridad y no conecte con la fortuna del film salvable. Todo incongruencias cotidianas.
Luego llega Tip Top, con sus falsas intenciones de llevar el polar francés al borde de un abismo llamado absurdo y ¡fiesta! te pones a bailar. Ellos lo hacen en la película, pues tú también. No hay mucho más que decir, uno decide por sí solo si mirar por el precipicio le excita o le espanta, y no siempre necesita ayuda para caer por él.
Una clave está en el protagonismo de Isabelle Huppert y Sandrine Kiberlain, dos mujeres elevadas a los altares del cine francés (y alrededores) y los no menos importantes nombres de los hombres que les rodean, todo un despliegue a modo de elenco que está allí para proteger y servir a esta especie de comedia sobre la transmutación femenina, y otras cosas, variadas, sin relevancia alguna.
El resto de claves se transforman en pistas que vienen respaldadas por escasos puntos de atención donde los personajes desarrollan sus tics representativos en una especie de ciclo vicioso, que se acaba, y pasa a otra cosa. Porque la película, pese a tener una meditada trama donde «la policía de la policía» —conocida a este lado como asuntos internos— mete sus narices en la extraña muerte de un chivato que colaboraba con la policía, vive sólo de sus extravagantes personajes, un cúmulo de personitas que reiteran sus movimientos, chistes o exageraciones mismas como una gracia difícil de compartir. Lo curioso pasa de largo velozmente y llega lo exasperante, que te atropella y te deja sumido en un estado comatoso en el que todos hablan a tu alrededor y tú sólo ves una luz al final del camino que ilumina ese cartel que pone «plage du lac».
Y la presencia de la Huppert es constante, protagonista ella con la escasa efectividad de las rarezas impuestas a los personajes femeninos, donde los exquisitos gustos sexuales quedan relegados a un jocoso estigma en su procedimiento policial. Ella pone los ojos en polvorosa y todos quedamos prendados por su mano izquierda dispuesta a acoplarse a lo que sea, pero su mirada perdida en la punta de su nariz no es suficiente para que los demás respiren a su altura. A veces eso de no tener ni pies, ni cabeza, ni unas posaderas donde descansar, no sirve para soportar una gran idea (que digo yo, existía, lo que pasa es que no la he conectado con el resto de situaciones poco participativas que se repiten).
Al final no tienes claro si lo que prima aquí es la desquiciante tesitura de los que habitan en el lugar, los culpables de que todos ellos se hayan reunido o la verdadera existencia de un delito que se debe atajar de algún modo. Ni todo, ni nada, ni siquiera un poco, lo que importaba eran detalles, pequeños picos en la línea comatosa que no van ni en la buena ni en la mala dirección, que aparecen en algún punto de inopia para soltar algún trágico chiste sobre franceses o musulmanes, a todo le dan. Pero sí, la transmutación sigue presente.
Es lo que pasa, que empiezas inocentemente a ver la película y aunque tragas, llega un momento que piensas que no llega ni a chorrada (muy gorda) y bailas, como el tipo de la pantalla que, como no olvido, también lo hace.