Lo más destacable de El canal, la anterior película del irlandés Ivan Kavanagh, residía en su capacidad para generar sugestivas atmósferas de pesadilla, en las que imágenes inquietantes y de fuerte calado onírico acababan conformando una poética malsana y ligeramente reconocible, que combinaba tropos del cine de terror convencional con destellos de una imaginería de orden más personal. En su nuevo trabajo, Tierra de violencia, traslada esta sensibilidad terrorífica al terreno del western, con resultados notables: estamos ante una película lúgubre, grave y oscura, profunda y literalmente oscura, que, al tiempo que hunde su pico en la veta gótica y poco frecuentada del género, se las apaña para pergeñar un discurso en torno a la esencia del ser americano, algo que la emparenta con otro título revisionista que, desde una mirada inequívocamente europea, pretendía dejar constancia de la génesis sangrienta del país de las barras y estrellas, Slow West.
Las diferencias entre ambas películas son notorias y evidentes: si Maclean plasma un oeste luminoso, Kavanagh prefiere los ambientes penumbrosos y claustrofóbicos; si el primero recurre con cierta frecuencia al humor y la ironía, el segundo vacía la narración completamente de ambos elementos. Sin embargo, ambos autores coinciden en una idea similar, a saber, que la nación más poderosa del mundo se levantó sobre un legado de barro, sangre y muerte, y que la violencia, la codicia y el individualismo han sido, y siguen siendo, parte indisociable de su ADN. Kavanagh, con cierta ironía, se atreve a explicitarlo en uno de los momentos más climáticos del desenlace, cuando el personaje de Cusack espeta al protagonista que por fin ve en él a un auténtico americano.
Porque ahí está otro de los elementos relevantes de la película: la adaptación del inmigrante a la tierra de las oportunidades, en este caso, el matrimonio que forman un irlandés, su joven prometida francesa y los hijos de ambos, que intentan prosperar y asentar su hogar en un pequeño pueblo regido por un orden religioso poco menos que asfixiante. O es así hasta la llegada de un misterioso forastero (John Cusack, que rara vez ha estado mejor), que trae consigo la semilla de la corrupción y, cómo no, de la muerte. La muerte es la sombra que se cierne sobre toda la película (el protagonista es, de hecho, sepulturero). Asimismo, la incapacidad de encajar en aquel entorno que sufre bajo la tensión de dos fuerzas opuestas, el vicio y la virtud (o la Biblia y la pistola, nuevamente dos ítems tan americanos como la hamburguesa o el rodeo), que ponen en cuestión los valores sobre los que se rige el país, dibujando un panorama profundamente desapacible.
Sobre este tumultuoso fondo temático, Kavanagh despliega (y mejora, respecto a su obra previa) una narrativa de gran robustez, teñida de una poesía del horror esculpida a base de imágenes de gran potencia dramática, algunas de ellas nuevamente incursionando en un onirismo inquietante (un caballo blanco en semipenumbra para ilustrar la caída en la demencia del párroco, por ejemplo), todo tenebrosamente iluminado por antorchas y luces tenues de candil, sobre el que la historia avance sin temor a la crueldad, incluso, como apuntó un crítico estadounidense (no necesariamente como elogio, aunque servidor lo considera pertinente a tenor de lo que se pretende contar), pareciendo querer castigar al espectador con situaciones que invitan al malestar, la desazón y el pesimismo. Pero todo ello, insistamos, contado con un ritmo tan pausado como convincente, casi hipnótico, en el que la progresiva deriva violenta y el desquiciamiento colectivo se gradúan con gran habilidad, arrastrando la narración al lodo y la sangre, a un punto de no retorno en el que sólo cabe el pesimismo y la tristeza.
No estamos, pues, ante un divertimento de género cómodo o fácilmente disfrutable. Por su negra naturaleza, por su ausencia de humor y la severidad de su tono (que algunos considerarán fatuo o pomposo, no me cabe duda), Tierra de violencia puede decepcionar, incluso desagradar, a más de un espectador. Sin embargo, por su potencia expresiva y por la forma inmisericorde en que plantea que prosperar puede depender de hacer negocio con la muerte y la violencia ajenas, así como por el talento de Kavanagh tras la cámara, evidenciado en un par de escenas de suspense y tensión brillantemente resueltas, esta película merece ya cierta consideración. Es, en resumidas cuentas, una opción interesante para quien quiera acercarse a un género tan codificado desde una perspectiva más personal, aun a costa de dejarte con el ánimo temporalmente tocado.