Tierra de Dios, el primer largometraje del guionista y actor Francis Lee, es una delicada reflexión sobre la fuerza redentora del amor que podría definirse como una mezcla entre Brokeback Mountain (2005) de Ang Lee y Weekend (2011) de Andrew Haigh. Y es que, más allá del elemento homosexual presente en todas, comparte con la primera un punto de arranque argumental tremendamente parecido —la historia de amor que surge en la intimidad de la naturaleza entre dos jóvenes de extracción humilde, uno inestable y atormentado y el otro cariñoso y sereno—, mientras que su opción estética se enmarca dentro de los mismos parámetros de verismo, sencillez, contención espaciotemporal y autenticidad de la segunda. De hecho, Tierra de Dios enlaza con toda una ilustre saga de filmes románticos que buscan explícitamente alejarse de los clichés hollywoodienses sobre las relaciones de pareja, con lo que sustituyen la estilización formal propia de las producciones de los grandes estudios por una puesta en escena realista y cercana, en la que todo lo que acontece a los enamorados tiene la fuerza de lo aparentemente “espontáneo”, “aleatorio” y “casual”, ya sea con un tono positivo o trágico; pienso, por ejemplo, en joyas del género como Antes del atardecer (2004) de Richard Linklater o Amor (2012) de Michael Haneke.
No sorprenderá a nadie, en este sentido, que la cinta que nos ocupa tenga una anécdota mínima, esté repleta de diálogos cotidianos y antiretóricos y exprese la mayor parte de los momentos más relevantes del relato mediante miradas, gestos y silencios. Ello asimismo explica que la música extradiegética —a cargo del excelente dúo de música ambiental A Winged Victory For The Sullen— se emplee con cuentagotas; que la fotografía de Joshua James Richards opte por la luz natural y el ruido, o que se establezca un continuo paralelismo entre los primeros planos de rostros y cuerpos que reflejan –o, más bien, insinúan– los pensamientos y las emociones de los personajes, con los amplios encuadres generales donde se recoge la magnificencia del paisaje de Yorkshire.
En realidad, el título de la película hace referencia a una expresión inglesa que se emplea, precisamente, para aludir a la campiña del norte de Inglaterra en la que transcurre la acción, y cuya traducción más precisa sería algo así como “tierra de abundancia” o “tierra bendecida”. De ahí que el escenario natural que sirve de telón de fondo de la atracción que surge entre Johnny Saxby (un excelente Josh O’Connor) y el temporero rumano contratado por su padre para ayudar en la granja familiar, Gheorghe Ionescu (Alec Secareanu), devenga un agente capital en el desarrollo de un vínculo afectivo sólido y auténtico. El aislamiento de unas colinas verdes y gélidas y la intimidad obligada que deben compartir ambos hombres propician que la máscara de insensibilidad, racismo y bravuconería de Johnny se caiga, mientras que Gheorghe se despoja de la sumisión forzada por su condición de inmigrante. No en vano, Johnny vive asentado en una constante espiral de autodestrucción mediante el alcohol y el sexo furtivo, ocasional y huero, y es la llegada de Gheorghe la que parece acabar con ello, lo que además hace plausible la aceptación soterrada de su relación por parte de una conservadora matriarca (Gemma Jones) y de un frustrado y enfermo padre (Ian Hart).
Por otro lado, el punto de inflexión espiritual de Johnny es recogido mediante una bella metáfora, en el momento en el que, a instancias de Gheorghe, ambos contemplan el bellísimo panorama que se abre ante sus pies; una de la contadas ocasiones en las que suena el ‹score› cual reverberación de la epifanía interior del protagonista, y cuya insólita sensación de pertenencia es correlato del sentimiento de transcendencia al que, afortunadamente, tienen acceso (casi) todos los mortales, esto es, el amor. Y es que otra de las grandes bazas de la pieza es la increíble fisicidad de sus imágenes, cuyos colores y detallismo a menudo recuerdan a pinturas de signo realista pero cargadas de sugerencias, en la línea de los grandes maestros barrocos holandeses, y transmiten una sensualidad directa y creíble que habla de forma más elocuente sobre el deseo, la pasión y el amor que miles de discursos muy ponderados e interminables sobre dichos temas.
No deja de ser digno de encomio, según lo expuesto, que en un momento en el que el Reino Unido ha sufrido una involución ideológica de carácter xenófobo, sobre todo por lo que atañe a zonas rurales como la que enmarca la acción del filme, Tierra de Dios asocie los valores de felicidad, futuro, esperanza y renovación a la persona foránea. Sin duda, ello va más allá del mero tópico virgiliano del ‹amor vincit omnia›, dado que no solamente es absurdo pretender que el sentimiento amoroso se halle constreñido, pongamos por caso, a la heterosexualidad o a la “pureza de raza”, sino que, encima, si algo prueban la ciencia y la historia es que la endogamia y la autarquía son la receta idónea para acabar definitivamente con estirpes, naciones y culturas.
Para terminar, y siendo Tierra de Dios una obra que ha cosechado una acogida crítica positiva más o menos unánime, además de haber sido galardonada con diversos premios —léase, entre otros, el de mejor película en la pasada edición del Festival de Edimburgo o el de mejor director en Sundance—, cabe señalar que lo más destacable en ella, por lo refrescante, es esa simplicidad y falta de pretensiones que la caracterizan. O dicho de otra forma: que el espectador no busque en la pieza nada original ni nuevo que no haya visto previamente miles de veces en los mejores dramas británicos de denuncia social. Lo que no le resta mérito a una cinta que es capaz de hacernos creer en algo que a veces parece imposible en los tiempos tumultuosos que nos han tocado en suerte vivir: me refiero a un final feliz.