La transición entre espacios vacíos en plena nocturnidad, barracas, lo más parecidas a aquello que tiempo atrás ocuparon los habitantes del imaginario de José Luis Cuerda, a su réplica diurna ya poblada y, a través de esta, un imponente edificio en mitad del desierto, supone un indicio de que las épocas cambian, e incluso autores como el responsable de Total o Amanece que no es poco deben adaptarse, de un modo u otro, a estas. La manera de transformar lugares que habían sido comprendidos en su obra desde la desnaturalización del relato y, por ende, de cualquier conflicto que se produjese en el mismo, supone la puesta al día de un cine cuya retórica se mantiene vigente a día de hoy. Así pues, la decisión de Cuerda por implementar un nuevo contexto y comprender aquel absurdo en distintos mecanismos, lejanos a una transparencia que prácticamente actuaba como eje vertebrador, parece más bien la reformulación de la propia mirada con la intención de otorgar un espacio renovado, actualizado, al lenguaje capaz de sostener una simple conversación mediante el hallazgo de tonos que encontraban una nueva dimensión en el surreal ambiente propuesto por sus películas cumbre.
No nos encontramos, de ese modo, ante el reajuste de los rasgos de su obra implementados de manera superficial, pues por más que la búsqueda del castellanomanchego derive en personajes que se alejan del paradigma de Cuerda —como ese grupo de adolescentes cuya plática parece conectar con el ideario del cineasta— o confrontaciones que exponen demasiado a las claras un discurso anteriormente congénito, casi arraigado a un dispositivo formal distendido; aquello que varía la percepción de la particular concepción del cine de Cuerda, se encuentra más bien en como configura visualmente un film emparentado con códigos más cinematográficos —no olvidemos que en Total apelaba a un estilo más bien cercano a una suerte de ‹mockumentary›—, que fluye a partir de la elipsis, la configuración del plano y, en especial, el manejo de unos escenarios que certifican esa traslación a una nueva ficción más que nunca. Es, por tanto, el medio en el que sostener una estructura que hasta encuentra acomodo en el gag visual —en esa acotación en torno al plano—, una perspectiva en la que intentar certificar la muda de una propuesta que ya no se descubre con tanta agudeza en la capacidad de sus diálogos. Y es que si bien Cuerda pretende apelar a una de sus mejores armas para constituir un universo tan particular como infranqueable, denota una falta de frescura en ese aspecto que Tiempo después arrastra como una losa aunque lo intente solventar recurriendo a nuevas miradas que, por más empeño que ponga, nunca han compuesto los atributos de su cine.
José Luis Cuerda recupera lo coral, el rastreo de un germen que lo lleve a lo surreal —de nuevo recurre al teletransporte, también a unas apariciones de lo más corrientes—, el gusto por un absurdo explotado sin complejos y la superposición de roles, de territorios comunes que desplaza con la discreción de aquel que quiere, como algunos de sus personajes, convertir el orden establecido. Pero, pese a que el cineasta no parece haber perdido aquella desvergüenza que le caracterizó, nos encontramos ante un film que no converge con los engranajes de un relato que se torna obtuso, monótono y, por ende, estéril. Ya no se trata de si la disertación de Cuerda obtiene el efecto deseado, o de si se descubre en una articulación un tanto obvia del lenguaje, sino de que en su intento por encontrarse, la exposición realizada en Tiempo después termina sucumbiendo a un artificio que uno no hubiera esperado. El intento por alterar un gesto que, en su inconsciencia, tenía más de lúcido que cualquier discurso prefabricado, que en aquella inocencia encontraba la sinceridad necesaria para despertar una complicidad mucho más enérgica que cualquier soflama a viva voz, desviste la virtud de un prisma único que ni su eventual simpatía ni su tono generalmente distendido logran despertar.
Larga vida a la nueva carne.