Hay un detalle ciertamente interesante en los títulos de crédito finales donde Sebastián Hofmann transforma aquello que suponen estampas sencillas, de alguna manera placenteras, en una deformación viciada de la realidad. Una deformación de la realidad desde la que, al fin y al cabo y a grandes rasgos, se comprende un film como Tiempo compartido.
El autor de la reivindicable Halley, nos emplaza no obstante a un resort donde la palabra que resuena con mayor fuerza es paraíso. Construye, pues, a partir de una total y absoluta afectación de la realidad, un espacio idílico que, desde un primer momento, ya supondrá un verdadero quebradero de cabeza para Pedro, padre y esposo que advertirá como sus pequeñas vacaciones se verán truncadas cuando entre en la ecuación otra familia con la que no contaba en un principio.
Hofmann pone desde ese momento su mirada en un relato que se desdobla y sigue, no sin intención, tanto los pasos de Pedro, su mujer y su hijo, como los de Andrés, un empleado modelo del resort en el que se hospeda el protagonista, cuya mujer, Gloria, escenifica a la perfección la voracidad por ascender en su entorno laboral y llegar a la cima al precio que sea, incluso si ese precio se cobra la cordura de un ser cercano.
Tiempo compartido urde de este modo una crónica que se nos va descubriendo poco a poco, e imbuye a través del desconcierto y de un humor que lo va salpicando un extraño ambiente en el que no resulta fácil moverse como espectador. Un contexto viscoso y adulterado —en parte, debido a esa distorsión que aplica el cineasta mexicano— donde el ejercicio que perfila se sucede, por momentos, en una serie de ‹set pieces› que si bien dotan de un marcado tono al film, proponen un juego de insinuación del que sale doblemente reforzado: tanto por poseer la capacidad de entablar un sugestivo diálogo mediante el cual ir desgranando los objetivos de ese enigmático resort en que se nos emplaza, como por trazar con personalidad un camino cuyo evidente crescendo no es sino una evolución natural.
Sebastián Hofmann señala así no únicamente una sociedad pervertida por el influjo capitalista que proviene del exterior, también compone un retrato donde la familia, como institución, se ve corrompida, transformada en un ente donde el individuo, en busca de una atención subliminal, se posiciona por encima del conjunto. Un juego que el film refuerza además a través de su banda sonora —cuya función expresiva choca con unos compases que pueden remitirnos de una cierta manera al cine norteamericano—, y complementa urdiendo una atmósfera que se edifica en torno a la irrealidad que evocan en ocasiones sus espacios. Una irrealidad, por otro lado, que se explora del mismo modo a través de la dislocación de lo tangible que parecen padecer sus dos protagonistas masculinos: y es que tanto Pedro como Andrés, empujados por una situación en la que parecen desplazados del rol que entienden deberían detentar, empezarán a disociar aquella realidad a la que están sujetos de una ficción pura y dura, mutada para sus propios intereses y constituida por su propio (y deformado) prisma.
Tiempo compartido se establece como un ejercicio que también bordea en determinados momentos lo genérico, pero sin sumergirse en un terreno al que no apela debido a tener ante sí un mosaico mucho más poderoso de lo que podría resultar un orden mucho más cercano al horror. Sebastián Hofmann firma con ella un segundo largometraje que se extiende más allá de su propia marcianidad y termina por tomar cuerpo en una crítica velada que encierra mucho más de lo que parece en los mecanismos de una de esas cintas que hay que ver, más allá de lo que la mera comprensión arroje.
Larga vida a la nueva carne.