¿Qué acabo de ver? Una pregunta recurrente cuando acaba el visionado y lo contemplado te deja parcialmente descolocado. Una cuestión que suele girar habitualmente sobre ese asidero que suele ser la etiqueta genérica, esa zona de confort que permite una valoración más aproximada dentro de los parámetros genéricos a los que uno está acostumbrado. Thunder Road podría ser uno de esos casos, un film mutante, que se balancea sin pudor entre el drama y la comedia pivotando siempre en un trasfondo de cierto cinismo y ternura sobre la condición humana. ¿Dramedia? Puede, aunque sería demasiado fácil.
Oficiando de hombre orquesta, Jim Cummings dirige, escribe e interpreta esta historia de conflictos emocionales que, desde la sencilla premisa de la pérdida maternal, dibuja un arco sobre como afrontar el ser uno mismo cuando no entiendes el mundo que te rodea principalmente porque tampoco te entiendes a tí mismo. Thunder Road es una película que se construye desde la fachada de una vida perfecta y ordenada (que el protagonista sea policía no es casualidad) que se va desmoronando a medida que las circunstancias de la vida van golpeando dicha frágil estructura.
Lo atractivo de todo ello es que no presenciamos grandes dramas (niña conflictiva, divorcio, muerte de la madre) pero sí graves consecuencias centradas en la personalidad de un protagonista que lucha desesperadamente por encontrarse, por dejar de ser reflejo, imagen y ejemplo de los otros y entender quién es en realidad. Es aquí donde la tragedia entra por momentos en el terreno de la comedia (negra) ante ciertos comportamientos que bordean lo absurdo o lo incómodo.
Es precisamente esta construcción del personaje lo que dota de mayor carga de veracidad al generar o, como mínimo, poder entender el rechazo que provoca cuando debería producirse lo contrario, que hubiera una empatía, una comprensión e incluso piedad por un ser humano tan a la deriva. Es en esta contradicción donde Cummings maneja perfectamente los tiempos, sabiendo estirar el impulso hacia el rechazo al máximo y, al mismo tiempo, dejando un caldo de cultivo latente en la trastienda de la trama que permita ir entrando poco a poco en la psicología atormentada del protagonista.
Cierto es que Thunder Road transita en demasiadas ocasiones por los lugares comunes del drama y de la redención y que, incluso, puede que su desenlace peque de precipitado y excesivamente dulcificador. Pero tampoco cabe llevarse a engaño, en ningún momento estamos ante un film que pretenda ser devastador ni tampoco ‹feel good movie›. Lo que quiere Cummings es transmitir algo que es tan real como que la vida es una sucesión de decisiones, demasiado a menudo malas, que le confieren un tono agridulce y que somos nosotros, en tanto que humanos, los decantamos ese gusto hacia un lado o hacia el otro.
No, no se trata de una visión determinista ni tan siquiera cercana al libro de autoayuda. Más bien un ataque directo a las apariencias, a aquello que se supone debemos ser y aparentar para encajar en un mundo donde parece contar más lo que se aparenta ser que la expresión auténtica de uno mismo. Un film notable que permite responder a la pregunta inicial que nos hacíamos no a través del género sino gracias a su habilidad para abarcar y hacernos empatizar con todo un prisma de emociones humanas.