En uno de los pasajes del segundo largometraje de L. J. Mosese, This Is Not a Burial, It’s a Resurrection (2019), Mantoa, la anciana viuda que protagoniza la historia, explica un cuento a un pequeño crío sobre cómo la muerte forma parte del legado cultural de su pueblo. Podríamos decir, a grandes rasgos, que ése es el aparato discursivo del film, una poética y pausada reflexión sobre el rol que juega la muerte en la sociedad, entendido como un elemento contextual y propio de una comunidad concreta.
La película nos emplaza en un pequeño pueblo en las montañas de Lesoto, un país geográficamente enclavado dentro de Sudáfrica. Mosese dota el inicio del film de un halo entre alucinado y folclórico, con una decisión formal bellísima que recuerda al mejor de los Béla Tarr. En un lento travelling circular nos describe una especie de antro oscuro, un no-lugar decadente que nos descubre, semi-escondido, a un hombre tocando un extraño instrumento y dispuesto a contarnos una parábola.
Es una historia triste, de montañas que lloran y soledad. Mantoa lo ha perdido todo. Cualquier ser querido que la enraizara a la tierra ha fallecido, incluso un hijo minero al que lleva esperando desde hace años y que nunca aparecerá. Llegado este momento, su único alivio parece ser la muerte, a la que espera pacientemente cada noche en las penumbras de su hogar.
Hay en el momento en que Mantoa descubre el fallecimiento de su último ser querido, una buena muestra de lo que hace This Is Not a Burial, It’s a Resurrection un film memorable. Mientras Mantoa permanece sentada en una silla en el exterior de su casa, la cámara empieza a elevarse muy lentamente hacia el cielo, de un azul ocre bellísimo. Una vez alcanzado el cielo, la cámara vuelve con la misma parsimonia hacia el suelo, ahora con una Mantoa rodeada de gente en una suerte de ceremonia para recordar a su difunto hijo, que completa una elipsis temporal elegante y muy eficaz narrativamente.
La obra de Mosese es una película de cámara y puesta en escena. Todo en ella retrotrae a la eterna lucha entre lo viejo y lo nuevo, desde su formato cuadrado en 4:3 hasta sus elecciones cromáticas de gran contraste, pasando por la textura arenosa de la imagen. Por suerte, su radicalidad formal no es contraproducente con el tacto narrativo con el que Mosese adereza a su obra. Porque al final es un film lleno de sensibilidad, romanticismo y humanismo. Comprendemos y nos emocionamos por las decisiones que toma Mantoa, aún cuando estemos muy alejados culturalmente de sus convicciones o ideas sobre la vida, la fe o la muerte.
Y aunque desolada y sintiendo en sus carnes el flagelo de la soledad y el desamparo, Mantoa descubre una nueva voluntad para seguir viviendo, ya que los planes gubernamentales se interponen en su deseo de ser enterrada y descansar en paz junto a sus seres queridos. Desde la capital se está modernizando el país y en el pueblo de Mantoa se pretende construir una presa que anegará toda su orografía, incluido el cementerio y los restos de sus seres queridos. Empieza entonces la cruzada de Mantoa contra unos planes que atentan contra sus creencias más profundas. Y, en la secuencia final de la película, entenderemos porqué Mosese no considera su historia como la narración de un enterramiento, sino de una resurrección.
Retened el nombre, aunque reconozco que sea difícil, de Lemohang Jeremiah Mosese, porque es una de las voces más refrescantes e interesantes de la actualidad cinematográfica y aún es prácticamente desconocido más allá de los circuitos festivaleros (con este film ganó el Premio Especial del Jurado en Sundance). Recordadlo también para empezar a reivindicar un cine, el africano, que no está enterrado, sino que está resucitando.