Líneas verticales de desigualdad
El poster de Third Week remite automáticamente al de Manhattan: en blanco y negro, una pareja sentada en un banco observa un horizonte compuesto por los grandes monumentos arquitectónicos de Nueva York. Si en la película de Woody Allen, el puente de Manhattan copaba todo el fondo del encuadre y los personajes quedaban reducidos a una sombra en miniatura, en la de Jordi Torrent el protagonista ocupa más de la mitad de la imagen y los edificios se encuentran, empequeñecidos, al fondo. Esta anécdota, que en un primer momento podría parecer una nimiedad, va adquiriendo fuerza a medida que avanza el metraje, hasta el punto de llegar a ofrecer una vía de lectura de la propia obra: la película bien podría verse como el reverso de la cinta de Allen, puesto que si aquella retrataba con una mirada eminentemente romántica la ciudad y el ambiente burgués de sus clases altas, con sus problemas amorosos un poco afectados y sus discusiones metafísicas, aquí lo que se refleja es la vida de la clase trabajadora, con sus problemas materiales y las ansiedades y dolores que estas les producen. La primera convertía Nueva York en su centro neurálgico y, en parte, utilizaba a los personajes como excusa para hacer un recorrido barroco y arrebatado por sus calles cargadas de jazz y claroscuros, ignorando —más que condenando al fuera de campo— todas las desigualdades que en ella tenían lugar; la segunda, por su parte, coloca el foco sobre el rostro de su protagonista y utiliza la urbe más como símbolo que como escenario.
Pese a este brillante punto de partida, Third Week se ve lastrada por un problema que nunca consigue sortear; y es que, dado que sus imágenes carecen de una profundidad discursiva que sustente su armazón estético —y esteticista—, las buenas intenciones que presenta desde la primera escena no se ven desarrolladas en ningún momento y quedan reducidas a meros apuntes para una posible película que nunca llega a proyectarse. Torrent cuenta la historia de Alvin, un joven que, tras haber estado en la cárcel tres años —la policía encontró droga en su coche—, empieza a trabajar en un taller metalúrgico de Staten Island por mediación de su abuela. Su intención es empezar de cero, pero los prejuicios de uno de sus compañeros, el regreso de los ecos de un pasado que quiere dejar atrás y la precariedad económica no hacen sino impedírselo. Hasta ahí la breve descripción del argumento, y también el desarrollo del mismo.
Torrent nunca llega a penetrar en la realidad de su protagonista, sino que se dedica a enunciar los problemas con los que, como integrante de la clase trabajadora y expresidiario, tiene que lidiar (dificultades para llegar a fin de mes, estigmas, soledad), y a repetir dicha enunciación sin ahondar en las causas que la provocan o en las emociones que producen; es decir, su cámara se queda en la superficie de los conflictos sin ser capaz de bucear en ellos, dando lugar, como resultado, a una cinta bastante plana. El esquemático seguimiento que hace el realizador de la rutina de su personaje principal tampoco consigue que cale en las imágenes esa desesperación que siente al verse atrapado entre dos muros de estatismo que le impiden salir de la precariedad, que le encierran en un vórtice de dolor casi inexpresable. La película, por tanto, termina encorsetada en una estructura que, lejos de expandir su potencial expresivo, lo comprime constantemente. Hay, sin embargo, en Third Week, un hallazgo visual interesante en la forma en que subvierte la carga simbólica que se le atribuye al ‹skyline› de Nueva York como emblema de progreso y desarrollo tecnológico —ejemplo paradigmático es el plano final de Gangs of New York— para convertirlo en un perfil de líneas verticales que sintetizan de forma clara las dinámicas de desigualdad extremas sobre las que se sostiene el capitalismo.