Con muy pocas excepciones (siendo Twin Peaks la más notable de todas), las series de televisión y las ‹TV movies› suelen estar construidas partiendo de un estilo básicamente neutro. La neutralidad o el anonimato estético constituyen ese lenguaje audiovisual universal que permitirá a las televisiones llegar al mayor número de gente posible. Cuando un autor ha estado tan volcado en el medio como es el caso de Thierry Binisti, las pocas oportunidades de salir al “exterior”, o de acometer ese (tan ansiado por muchos) cambio de formato, deben o deberían plantearse como vehículos para canalizar, a través de una determinada libertad creativa (que puede ser mayor o menor dependiendo del caso), una personalidad propia e intransferible, que a fin de cuentas es lo único que puede garantizar cierta perdurabilidad o, sencillamente, que tu trabajo no caiga en el olvido al poco de ser consumido.
Binisti, que ahora estrena una película con el conflicto palestino-israelí como telón de fondo (Una botella en el mar de Gaza), tuvo la oportunidad de debutar en el terreno del largometraje después de pasar la segunda mitad de la década de los noventa realizando obras para televisión (en forma de telefilm, serie o miniserie). Es de suponer que todo aquel trabajo televisivo le sirviera para acumular experiencia, la suficiente al menos, como para poder afrontar el reto mayor que supone el cine con la sensación de poseer una red de seguridad bajo sus pies, minimizando de este modo la temida posibilidad del descalabro. Este, afortunadamente, no llega a producirse, pero tampoco podemos hablar de triunfo, ni siquiera de logro menor. L’outremangeur, así es el nombre de su debut, es simplemente una película fallida. Y, como tal, ofrece al espectador, dentro de sus numerosas torpezas y/o carencias, algunos pocos hallazgos que son los que nos informan de que su visión no ha sido del todo en balde.
Adaptación de un cómic de Tonino Benacquista y Jacques Ferrandez (que el primero coescribe junto con Binisti y Xavier Maurel), L’outremangeur (que aquí podríamos traducir como El tragón) narra una clásica trama criminal a la europea en la que, como en las mejores novelas del género, no importa tanto quién cometió el crimen como la forma en que este repercute en la vida y la psicología de los personajes principales. La cinta, que se beneficia del gancho comercial que supone ver al futbolista Eric Cantona en unos de sus primeros roles protagonistas y luciendo un sobrepeso (ganado fundamentalmente en la sala de maquillaje) verdaderamente llamativo, nos retrotrae a las viejas y fundamentales fábulas morales del gran Georges Simenon. Como en muchas de ellas, la mala conciencia contribuye a definir el carácter de nuestro particular antihéroe, ese detective (Séléne de nombre) cuya mórbida obesidad no hace más que aportar forma física a un sentimiento de culpa que el realizador francés ilustra a partir de unos flashbacks más bien torpes y demodés.
Lo atractivo del personaje llega de la relación que establece con una de las sospechosas del crimen que centra la trama. Aunque el origen de la misma sea algo inverosímil y forzado, es en ella donde el espectador puede asistir a los momentos más originales de la función. Hay incluso algo de cuento feérico o mágico en la forma en que Binisti dispone los mimbres de los sucesivos encuentros de la pareja: el edificio solitario y apartado (como un castillo), el interior iluminado con velas, los manjares… La paciencia del protagonista, de hecho, parece remitirnos a la de Bestia en el clásico cuento que adaptó la Disney: el encierro obligado con el monstruo sólo persigue el objetivo de la comprensión, del saber ver más allá de las apariencias. Al final, ambos personajes acaban evolucionando, tanto física como interiormente, mientras la investigación criminal sigue su curso, relegada por completo a un segundo plano. Nunca fue lo más importante.
Teniendo la historia, pues, cierto interés, molesta un poco la falta de ambición del francés, tanto narrativa como visualmente hablando. Lejos de revelar solidez o imaginación (aunque las haya; eso sí, a cuentagotas), Binisti se apropia de molestos tics televisivos (ramplonería estética, música inadecuada, dramatismo forzado) para levantar un debut muy dependiente de un determinado modelo de ‹noir› cinematográfico, cuajado de personajes arquetípicos, situaciones tipo y una recóndita y estimulante negrura que aparece cuando menos se la espera. La naturaleza humana, con toda su complejidad y patetismo, se desgrana a partir de un crimen que hace salir a la luz las miserias de todos los personajes. Nada nuevo bajo el sol, pero la película logra salir a flote gracias, fundamentalmente, a dos factores: primero, su interés en dotar de vida y profundidad a un tipo tan improbable como Séléne; y segundo, haber confiado en Eric Cantona para que lo interpretara. En sus hombros recae todo el peso de la función, y es él, gracias a su entrega y dedicación, el que hace verosímil e interesante a ese policía tan de vuelta de todo y tan torturado por el pasado.
Eso sí, esperemos que, en futuras incursiones cinematográficas —¿el caso de Una botella en el mar de Gaza?—, el empacho de televisión de Binisti no juegue en su contra, permitiéndole renegar de ciertos vicios molestos y sutilizar un lenguaje que, en L’outremangeur, aún está a medio pulir.