Parajes aislados y pueblos helados, una de esas combinaciones que suele ser difícil desvincular de términos como los de la comedia negra o el thriller, ya desde que los Coen idearan su Fargo a mediados de los 90 poniendo patas arriba uno de esos escenarios de tensa calma, esas menudas aldeas sobre las que ya habían orbitado obras como Conspiración de silencio de John Sturges o Despertar en el infierno de Ted Kotcheff, aunque sin el (indispensable) elemento polar (por motivos más que obvios). De ella parte el debutante en la dirección Mikko Myllylahti, que lo tiene más fácil para encontrar esas coordenadas tan (por derecho propio) “coenianas” en un título que, si bien posee ramalazos de ese humor negro casi ineludible, vuelve su mirada en torno a un terreno mucho más inhóspito: y es que en The Woodcutter Story, las (en apariencia) apacibles vidas de un puñado de pueblerinos se verán alteradas por una serie de decisiones que revertirán el marco fijado hacia un ambiente kafkiano en el que la desafección e intranquilidad se apoderarán de dicho escenario. Un estado que, sin embargo, no afectará en ningún ámbito al protagonista de nuestra historia, Pepe, un leñador que recibe los golpes como si nada hubiera sucedido y, por si ello fuera poco, intenta convencer a sus congéneres de que no todo es tan malo como parece, por más que algunos de ellos se hayan quedado sin trabajo y que sobre el pequeño poblado reine la figura de un carnicero que ha congregado a todas las esposas del lugar en su pequeño nido de amor.
Myllylahti dibuja dicho panorama a través de una serie de lacónicas viñetas que describen con suficiencia el tono que irá adquiriendo el film con el paso de los minutos, encontrando así en la puesta en escena, potenciada por la luz y el empleo del color, un aliado perfecto desde el que deslizar esta extraña fábula que se irá retorciendo, poco a poco, ante la impasible mirada de Pepe. Mientras la banda sonora refuerza esa comicidad latente que se desprende con una facilidad inusitada de cada estampa, los lugareños van viendo cómo se les arrebata todo aquello que conformaba su pequeño remanso de paz, siendo el protagonista el único asidero de una existencia cada vez más desasosegante, que sólo halla algo de serenidad en la perspectiva de un personaje ensimismado por su propia percepción. Algo que no cambiará incluso ante estampas surreales donde un pez parlante buscará, de algún modo, subvertir aquel «chaos reign» que entonaba un zorro en Anticristo de Lars Von Trier, volviendo a esterilizar un periplo que parecía haberse agitado en cuestión de instantes. Es en esa incursión irreal, que el cineasta finlandés sostendrá en el tiempo y el espacio durante los siguientes pasos de su particular crónica, donde el film empezará a opacar tanto su cada vez más barroca construcción (especialmente, desde lo narrativo), como el sentido de la misma, en una intrincada maraña que va más allá de la pura ilusión.
Una ilusión que, por otro lado, se romperá otorgando a The Woodcutter Story las coordenadas de esa trayectoria tan surreal como kafkiana, emponzoñada para la ocasión por una suerte de vidente que (esta vez sí) alterará el periplo del protagonista, empujándolo sobre un recorrido repleto de símbolos y un onirismo tan confuso en ocasiones como inalcanzable. En esa característica, encuentra el cineasta finés el terreno adecuado desde el cual dinamitar los asideros de una obra que puede llevar con facilidad al espectador a un estado de perplejidad, al mismo tiempo que alimenta un desasosiego no tan generado por la situación ‹per se› como por los elementos que paulatinamente se van introduciendo en el relato. No obstante, Myllylahti parece tener claro el proceder para alcanzar un objetivo que va ligado a su tono, pero que se extrae inevitablemente de una última estampa que, más que conferir sentido al viaje, termina dilucidando sus claves y, por ende, conjurando una coherencia interna (por raro que parezca) que, sin otorgar valía por sí solo al film, sí se la confiere a los atributos de un cine que no rinde cuentas ante nadie y se guía por un instinto tan libérrimo como aturdidor.
Larga vida a la nueva carne.