El terror ha hallado en los últimos tiempos nuevas vías en un espacio como el western para continuar indagando en ese horror hacia lo desconocido, en torno a un terreno inexplorado que es el que propone en su principal tesitura ese género (desafortunadamente) añejo que dirigía su mirada al ‹far west› y hacía de los vastos parajes un lugar en el que precipitarse en algo más que una desorientación patente, también encontrar señales de muerte por la confrontación de ese elemento extraño que proponía el árido desierto. Una pulsión que Emma Tammi recupera en su debut haciendo de los escenarios algo más que un emplazamiento en el que situar y contextualizar la obra, y que descubre (de nuevo) en esa aproximación a la muerte y al temor propiciados por dos factores: en primer lugar, el aislamiento al que se ven sometidos los protagonistas de esta The Wind, parapetados en una cabaña a kilómetros de distancia de símbolo alguno de humanidad, y en segundo la ya mentada extensión que se descubre frente a ellos como un interminable oasis cuyo final parece imposible de alcanzar. Situación esta que, sin embargo, se verá transformada por la llegada de dos nuevos vecinos que ocuparán la única vivienda que se atisba en las inmediaciones, aún así suficientemente alejada de su morada. El cambio suscitado no se reflejará únicamente en la interacción propiciada por la recién llegada pareja, y una circunstancia concreta marcará del mismo modo tanto el vínculo concebido como el desarrollo del mismo, llevando aquello que podría suponer la oportunidad de abandonar cierta monotonía —no plasmada, por otro lado, en casi ningún momento por la cineasta, más interesada en hacer transitar su propuesta hacia un horror que sobrevuela el panorama y la mayoría del tiempo se siente subyacente— a parcelas mucho más sugestivas.
Quizá ese sea el principal motivo por el que The Wind se desenvuelve alrededor de una narrativa fraccionada que comprende distintos episodios, pero que en todo momento apunta a unos mismos motivos. Ello es aprovechado por la debutante para armar el terror latente del que se surte la propuesta, cuyo sino se va manifestando paulatinamente, y cuyo núcleo se expone en la condición de un horror que es sugerido, que compone a través de la atmósfera uno de esos bastiones desde los que comprender el género. Ante los componentes esenciales para que The Wind se encamine en la dirección adecuada, surge la figura de Caitlin Gerard —a la que ya vimos al frente de Insidious: La última llave—, una actriz que no solo parece comprender a la perfección los entresijos del cine al que apela Tammi, sino que también refleja esa espiral cercada por la paranoia y temores que atañen a la protagonista y construyen una perspectiva sobre la cual, a raíz de esa conciencia que va tomando, se proyectan cada vez más determinados miedos. El gran logro de The Wind, más allá de componer un terror insinuante, que se revela como uno de los principales motores del relato —en especial, cuando la historia lo acrecenta en torno a la protagonista, único personaje que al fin y al cabo conoce (o quiere creer en) su existencia—, es saber incorporar con pulso y tenacidad los elementos del western a un terreno en el que quizá aquel género cuya explosión se produjo a mediados del siglo pasado no se había integrado como sí lo consigue el film que tenemos ante nosotros, sabiendo aprovechar los eternos y desérticos paisajes, y comprendiendo con acierto cómo la soledad y falta de contacto podían repercutir en la conducta humana. Que The Wind, en el fondo, no despliegue del todo algunas de sus virtudes, poco importa ante una ópera prima que revela otro de tantos nombres a seguir, en especial si la naturaleza del cine de terror encaja con esa precisión en espacios colindantes que se antojan inherentes al mismo cuando en muy pocas ocasiones lo fueron.
Larga vida a la nueva carne.