El personaje central de Barton Fink (Joel Coen, 1991) era un escritor obsesionado con representar los intereses, luchas y frustraciones del hombre corriente. Una obsesión por capturar todo eso que pasa desapercibido para la mayoría de creadores, más preocupados por historias con ‹glamour›, acción, grandes gestos y romances. Este tipo de historias basadas en la cotidianidad del individuo y los aparentemente intrascendentes detalles sin importancia de su existencia —pero que marcan en toda su dimensión el drama del ser humano y sus conflictos fundamentales— son un poco el pilar sobre el que se construyen por un lado los relatos de la filmografía de Nuri Bilge Ceylan y más concretamente definen de nuevo el foco de su última película, The Wild Pear Tree. En ella, un joven aspirante a escritor llamado Sinan (Aydın Doğu Demirkol) regresa a la casa familiar en su pueblo natal mientras trata de reunir el dinero necesario para poder publicar su primera novela. Las deudas de su padre por su afición a las apuestas en las carreras de caballos se presentan como un obstáculo insalvable que además pone en peligro la misma cohesión de su familia.
Sinan, como Barton Fink, pretende hablar en su novela sobre esos márgenes invisibles de los grandes temas y figuras abordados tradicionalmente por las narrativas de los medios de expresión artísticos y sus autores establecidos. Se considera una nueva voz que tiene algo que aportar, pero la crisis financiera familiar y sus dudas sobre si realmente tiene algo que decir al mundo midiéndose ante los tótems a los que admira suponen su principal desafío personal. Largas tomas y planos fijos con extensos diálogos que conectan multitud de temáticas van enlazándose entre encuentros con amigos, conocidos y parientes mientras pasan los días. Todo con un tratamiento del tiempo en el que cada silencio y la inmersión de los personajes en el entorno doméstico o los sonidos de los exteriores rurales establecen un letargo onírico crónico en sus imágenes, una división apenas distinguible entre el mundo interior de Sinan y cómo se proyecta eso al paisaje y lo que le rodea. Ceylan se permite además unas digresiones cercanas al realismo mágico que de alguna manera conectan con esa representación intertextual del proceso creativo y del pensamiento del autor sobre el mundo y las circunstancias que experimenta en primera persona como única forma de conocer su psicología y entender sus decisiones.
La espera de que algo suceda que le permita dar un paso por si mismo podría ser el signo de distinción de esta nueva generación de una juventud para la que las antiguas parecen no dejar tomar el control de sus propias vidas o narrar con sus propia voces sus inquietudes y su perspectiva frente al mundo, la religión, la política o la sociedad en general. Este desencanto se muestra con el enfrentamiento directo entre un hijo y un padre que encuentran casi imposible el entendimiento mutuo. Es a través de un inmenso rodeo discursivo —que incluye incluso fugas de la realidad—como Ceylan desarrolla esta relación y aproxima sus puntos de vista, desentraña los reproches y el origen de un distanciamiento más construido por los prejuicios y los malentendidos que por un verdadero cisma intergeneracional. Es la comprensión del legado y el acercamiento mutuo lo que posibilita ser fiel a la herencia recibida mientras se busca un hueco para si mismo. Una conclusión que permite mirar con respeto la tradición sobre la que el protagonista construye su futuro y se enfrenta a sus posibles fracasos. Es, de hecho, a través del fracaso cómo Ceylan crea una conexión universal entre los individuos y convierte a Sinan en el hipotético protagonista de una de esas historias, personajes y situaciones olvidadas sobre las que él mismo quiere escribir para evitar el olvido de esas vidas y situaciones insignificantes para el mundo que componen nuestra realidad.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.