Quizás menos aclamado que el resto de cineastas adscritos al Free Cinema, pero sin duda dotado de un talento descomunal que le llevó a legar alguno de los títulos más singulares de la corriente vanguardista británica, Bryan Forbes fue ese todo terreno que supo captar con una poesía más popular que artística las inquietudes y miserias que acontecieron en el Reino Unido a lo largo de la década de los sesenta. Suyas son algunas de las obras más inquietantes emergidas de las islas británicas —Plan Siniestro y La habitación en forma de L cada una en su género son buena muestra de ello— y asimismo posee en su haber el acercamiento más raro, metafísico y espiritual al terreno del cine social que tuvo lugar en esa era: Cuando el viento silba. No obstante la evolución creativa de Forbes derivó hacia un cine más comercial y desinhibido de los corretajes inherentes al cine de autor, hecho que provocó poco a poco su destierro del círculo de adoración por parte de los cinéfilos más exigentes e iconoclastas.
The Whisperers se eleva como una obra adscrita al crepúsculo de un Free Cinema que se hallaba a finales de los sesenta en su momento de madurez, pero que igualmente comenzaba su declive en virtud de la querencia de sus integrantes a viajar hacia otros ángulos de creación cinematográfica. Forbes adaptó en pantalla la novela escrita por Robert Nicholson de un modo tragicómico y por tanto cruel. La cinta narra la rutinaria y doliente existencia de una anciana que mora en soledad una vetusta casa situada en un barrio obrero, y bastante desolado, inglés. Así, la Señora Ross (interpretada por una Edith Evans que cosechó con merecimiento todos los premios y reconocimientos habidos y por haber por su papel en esta película) sobrevive entre susurros y silencio en su cochambroso hogar enferma tanto de soledad como de una incipiente demencia senil. Forbes radiografía con un gran talento visual la atmósfera achacosa y deprimente de esos barrios marginales situados en la periferia de las ciudades gracias a una espléndida apertura donde los títulos de crédito se acompañan de unas imágenes de tono documental que ilustran la aridez y decadencia de los suburbios urbanos.
Tras esta inteligente presentación, la cámara aterrizará en la residencia de la protagonista. La Señora Ross aparece como una septuagenaria ausente cuya tranquilidad se siente perturbada por el simple sonido de las gotas cayendo del grifo de su cocina. Un escalofriante silencio roto por los gritos de la anciana reclamando a un ente desconocido que la dejen en paz mientras otea los alrededores de su vacía habitación. De este modo nuestras preguntas serán respondidas. La pobre Señora Ross adoptará pues el perfil de esa tercera edad abandonada por su familia y conocidos cuya desesperada melancolía ha provocado su recaída en los márgenes de la demencia irradiada por ende de escuchas de amigos imaginarios e invisibles.
Por tanto, únicamente una radio que emite mensajes inquietantes a través de sus ondas así como esas visitas al edificio de asistencia social que trata de auxiliar con escasos medios las necesidades de aquellos que menos tienen (dinero, amor, cariño) servirán de refugio para salvar el aislamiento que acecha la rutinaria existencia de la anciana. La lucha por la supervivencia será reflejada con maestría por Forbes en estos primeros compases mostrando a la protagonista deambular sin rumbo por las calles de la ciudad, huyendo de todo y de todos, vagando por comisarías de policías, por bibliotecas dotadas de calefactores que abrigan los helados pies de nuestra heroína, cruzando calles atestadas de coches para aterrizar en barriadas de edificios en ruinas o logrando el sustento alimenticio cantando salmos religiosos en una sociedad caritativa cristiana repleta de viejos que acuden a la misma a prostituir su hambre.
A través de estas escenas de esencia cotidiana descubriremos al único amigo verdadero que parece tener la Señora Ross: el simpático empleado de la oficina de asuntos sociales que administra los instrumentos de ayuda de los que dispone la protagonista llamado Conrad. Sin embargo un hecho romperá la tensa calma ordinaria: la aparición real del hijo de la Señora Ross que bajo la apariencia de un criminal irrumpirá en el hogar para esconder un paquete que contiene el dinero robado en uno de sus criminales golpes. Percibiremos pues que el único interés del vástago de la señora Ross no es otro que el de emplear como escondite la casa de su progenitora sin mostrar ningún tipo de interés afectivo por el estado mental ni por tanto por la salud de su madre. Ni siquiera su familiar más próximo y querido ofrecerá garantías para derrotar la incomunicación que atrapa los últimos reductos de cordura de la yerma esencia que brota del espíritu de la longeva protagonista.
Forbes pintará a continuación el encierro de la anciana mientras recolecta basura y periódicos de la calle para coleccionar en su hogar mientras se entretiene igualmente acosando a sus vecinos del piso de arriba: una pareja mestiza compuesta por una mujer blanca y un hombre negro que continuamente parecen estar peleando entre los gritos de su hijo recién nacido. Pero de nuevo la inercia habitual será demolida en el momento en el que la Señora Ross descubre que el paquete depositado el día anterior por su hijo contiene un enorme fajo de billetes. Creyendo que se trata de una herencia, la anciana sufrirá las miserias y mezquindades de esa llamada clase media puritana británica siendo engañada y robada por una sórdida ama de casa que tomará a nuestra heroína como rehén mediante embustes y engaños para robarle parte del dinero que la vieja muestra confiada y alegre.
A partir de este momento, la cinta narrará la odisea que sufrirá la Señora Ross. Una epopeya enardecida por la posesión de ese dinero aparecido por arte de magia que convertirá el aislamiento no buscado de la protagonista en una repentina jungla que atraerá hacia sí a toda una galería de malhechores, ruines y criminales sin escrúpulos que tratarán de beneficiarse del estado de enajenación y pobreza que brilla alrededor de la protagonista. Siendo especialmente punzante la aparición de ese marido que creíamos desaparecido por los comentarios vertidos en la primera parte del film y que súbitamente dará signos de vida para exprimir y hurtar con artificios afectivos la suma fiduciaria que atesora su abandonada esposa. Y como testigo benefactor y bondadoso de la historia únicamente brotará el Señor Conrad, ese funcionario de asuntos sociales que administraba con juicio y cariño los intereses de la Señora Ross que se asomará como la única persona con juicio en una historia colmada de personajes avariciosos, egoístas y sin ningún tipo de tacto.
En este sentido podemos catalogar a The Whisperers como una de las más despiadadas fábulas surgidas del Free Cinema de los sesenta. Y esta afirmación se sustenta en el hecho de que la cinta desprende la sinvergüenza y ausencia de decoro presente en una sociedad en la que todo tiene un precio y nada por tanto sale gratis. Pues la puritana ciudadanía británica fue radiografiada por Forbes como un ente sin alma capaz de abandonar a su suerte a las voluntades más desamparadas que transitan por este mundo como son esos ancianos enfermos de soledad para los que no existen ni un solo hueco para la piedad.
Forbes dividió para ello su obra en dos partes claramente diferenciadas. Una primera de tono documental y tragicómico donde sobresale la interpretación de Edith Evans como esa vieja huraña y senil atrapada en un mar de ruidos y conversaciones inexistentes y únicamente socorrida por la humanidad de ese funcionario que la mira con ojos caritativos que responde al nombre de Conrad. Una primera parte que integra una serie de escenas de alto voltaje melodramático adornadas con cierto humor negro que permiten empatizar con la protagonista.
Pero la aparición del dinero robado por el hijo de la señora Ross cambiará el rumbo de la cinta hacia una segunda parte de tono más negro y criminal que exhibirá la intolerancia, inclemencia y carácter depredador tanto de esas amas de casa beatas que no dudarán en sacar partido dinerario de una desvalida anciana. Pero igualmente mostrará a la familia como un ente destructor y usurero que únicamente acudirá al abrigo de la necesidad para lograr su propio beneficio gracias a la magnífica interpretación de un Eric Portman que también borda su papel como ese vividor, interesado y parásito marido de la protagonista.
El carácter desolador que desprende el film se adereza con una fotografía de colores grises y atmósfera deprimente que ayuda a componer un cuadro dantesco y patético de contornos tan espeluznantes como cercanos que sin duda no deja indiferente. Porque The Whisperers se alza como una de esas películas ocultas forjadas con un enorme talento cinematográfico por un autor cuya irregular carrera condenó a sus mejores obras a un inmerecido segundo plano que estoy seguro poco a poco será derrotado por el mejor antídoto contra la injusticia cinematográfica que es el boca a boca entre aficionados al cine.
Todo modo de amor al cine.