La inocencia es fiel amiga de la ignorancia. Con poco permite que la felicidad surja con los sueños más pequeños, con las aventuras más cercanas, con amores que desconocen las infinitas posibilidades de una realidad que siempre avanza dejándote atrás.
El estrecho de Bering separa el último pedazo de Rusia que se encuentra a escasos kilómetros de Alaska vía mar, pero también en medio de la nada, rodeado por la tundra, creando una burbuja solitaria para aquellos que nacen, crecen y cazan inmensas ballenas. Allí nos mimetizamos entre la aridez y el cortante viento marítimo con el joven Leshka, que descubre junto a su inseparable amigo la ventana a un mundo desconocido de pieles delicadas y pechos voluptuosos llamado Internet.
En The Whaler Boy conviven las canciones pop ligeras con las toneladas de sangre que corren por el agua al atravesar los arpones y cuchillos la gruesa piel de las ballenas, esas que alimentan a los habitantes de este diminuto poblado pesquero forzando a nuestra mente a comprender esa dualidad, la crudeza de la soledad y el sustento único, la ligereza de nuevos mundos que les rodean, que tímidamente llegan a su conocimiento, y que no acaban de conciliar con su día a día. También parece tímido Leshka, que se enamora a primera vista de una ‹stripper› de un chat porno al que llega por casualidad y del que ignora su funcionamiento. La pantalla le devuelve una conexión especial con la chica rubia que sonríe y tontea con su cámara, mientras Leshka es capaz de pensar en que esas miradas son sólo para él.
Es así como entramos en una ‹coming of age› de director debutante que sabe romper los límites espaciales, idiomáticos y realistas con una sencilla historia en la que encontrar un lugar, madurar, conocer cuerpos ajenos… sin olvidarnos en ningún momento que estamos en medio de ninguna parte. Esa esperanza que crece del más absoluto desconocimiento nos invita a soñar animosamente con las mismas ilusiones del joven. Las sonrisas vergonzosas, los litros de alcohol, la rabia desesperada, los celos, las ansias de algo más; estos son solo pequeños desafíos que absorber por un joven que parece darlo todo en esta extraña historia de amor unidireccional, donde nosotros somos cómplices en silencio de lo imposible, sin negarnos a disfrutar de esos gestos que hemos podido vivir en condiciones muy alejadas a lo extremo de The Whaler Boy.
A este amor (casi) quimérico se le une el día a día de este poblado, donde la pesca, la hermandad, la necesidad de mujeres prácticamente inexistentes en el lugar que ofrezcan algún tipo de alivio físico y un espabilado abuelo que despierta cada día con la idea de ser el último que permanecerá vivo, nos insuflan un recorrido calmado, silencioso y lleno de pequeños retos que van desde la ironía a la verdad absoluta y desvelan terremotos vitales de aprendizaje diezmado por las circunstancias.
El brillo inocente de los ojos del protagonista y su conocimiento sesgado del uso de ese ordenador que se queda a oscuras con cada corte lumínico es una simple ventana al autodescubrimiento, creando nuevas necesidades hasta el momento desconocidas, y llevándonos a una última parte donde la aventura comienza a moverse dentro de la desesperación, y los límites físicos nos regalan unas ensoñaciones étnicas, desérticas y volubles que hacen crecer a este personaje único, blandito y efervescente que no vamos a olvidar fácilmente.
The Whaler Boy es una historia sincera, de grandes sueños en un pequeño perímetro terrenal, influyendo en ese deseo de no conocer fronteras, donde la primeras veces tienen ese poco de mentira y ese otro tanto de ilusión y nervios, de tirarse de cabeza a lo desconocido aunque imponga. Además, la cámara sabe absorber esas vistas espectaculares, donde la nada y la rutina se acogen a una mirada especial e indómita de naturaleza ajena al paso del hombre. El futuro y el pasado, con un adolescente en plena ebullición a una distancia equidistante de ambos. Imprescindible seguir sin saber hacia dónde te llevará el camino.