Afrontar el visionado de un film de Bruce LaBruce es lo más opuesto a lanzarse al vacío. Uno sabe exactamente a lo que se va a enfrentar y, efectivamente, eso es lo que se encuentra. En este sentido, podemos decir sin ningún tipo de tapujo que estamos ante un director que hace de su estilo algo irrenunciable, no sujeto a modas o tendencias. Un autor con todas las letras. Y si lo formal es piedra angular no lo es menos la temática, o mejor dicho, la amplia panoplia sexual que sirve de excisa para metaforizarse en cualquier idea temática que se le ocurra al bueno de LaBruce.
Y es que más que ideas o subtextos casi que podríamos hablar de auténticas zarandajas con pretextos elevados. Aquí estamos ante una especie de revisitación de Teorema de Pasolini a ritmo de videoclip desaforado, con luces estroboscópicas, ausencia casi de diálogos y, eso sí, gran variedad de combinaciones sexuales que uno ya no sabe si son para deleite del espectador o como mero ejercicio de auto-voyerismo al servicio de las filias del director.
Como mínimo hay que reconocer que LaBruce es un auténtico cronista de la actualidad, visionario profético de las maldades que aquejan a nuestra sociedad o quizás solo lee el periódico y de ahí saca el material, que todo puede ser. En este caso, demuestra su certera mirada a través de una voz en ‹off› que plantea a modo de crítica de los discursos de odio antiinmigración adelantándose a los sucesos que acaecen actualmente en el Reino Unido. Un discurso, por otro lado, más cercano a la brocha gorda y a la arenga para ‹dummies› que una exploración más o menos precisa de su visión de la realidad.
Con ello no queremos decir que no sea oportuno ni correcto, no. De hecho, acierta plenamente en el planteamiento, pero eso no es óbice para constatar su falta de desarrollo a la hora de plasmar dicha crítica o como subvertir el estado de las cosas. Al fin y al cabo, mostrar un inmigrante seduciendo a un familia de clase alta y perturbando los valores bien pensantes no es precisamente original y su forma grosera de plasmarlo a base de sexo explícito es cuanto menos discutible.
No por lo explícito en lo sexual, sino porque realmente no dice nada a través de las imágenes. El mensaje, por así decirlo, lo pone el espectador mediante una vaga intuición situacional, lo que deja al metraje en crudo en una declaración de intenciones de mínimos, siendo generosos, o directamente en una nada ruidosa, reiterativa y la mayoría de las veces insoportable.
Sí, en este sentido, podemos hablar de un Bruce LaBruce en estado puro, cosa que hará disfrutar a sus seguidores sin lugar a dudas. Pero por el resto, lo ofrecido es poco, muy poco. Una fórmula que busca el impacto, el ‹shock› de la subversión y que, de tantas veces vista, resulta agotada. Si esto es cine de sensaciones consigue realmente unas muy profundas: hastío, aburrimiento y la conclusión de haber asistido a una inmensa tomadura de pelo.