Uno no sabe muy bien cómo interpretar el hecho de que este debut del estadounidense de ascendencia mexicana Julio Quintana venga avalado (por así decirlo) por Terrence Malick, que ejerce aquí labores de producción. Por una parte, resulta comprensible que el autor de Malas tierras accediese a ayudar a levantar el primer largometraje de alguien que ya operó como director de fotografía en el documental Exploring “The Tree of Life”, sobre el rodaje de su película homónima de 2011. Por otra, la posibilidad de que Malick detectara en Quintana a un creador afín abre algunos interrogantes sobre la deriva que ha tomado su cine. En concreto, sobre el modo en el que la búsqueda del sentido de la existencia que ha definido en gran medida la última etapa del cineasta parece reconducirse, en las manos del joven Quintana, hacia el protocolario y tramposo terreno del cine terapéutico, cuyo afán de trascendencia enmascara cierta banalización de una espiritualidad cuya expresión plástica roza lo formulario. ¿Estamos ante una mala interpretación de Quintana o, por el contrario, lo que ha hecho el joven debutante es, precisamente, señalar lo que de complaciente y autoindulgente subyace en un cine que se quiere abstracto, misterioso, lírico por necesidad?
Desde luego, y por mucho que se empeñe la crítica, poco hay de las narraciones laberínticas y fragmentarias del último Malick en The Vessel, igualmente poco de su ambición estética y su desnuda radicalidad, por lo que resulta absurdo aventurar más sobre este punto. Pese a compartir ciertas similitudes temáticas y expresivas (las segundas, muy superficiales), Quintana es prudente y nunca se sale de unos cauces narrativos clásicos sobre los que va cimentando su particular fábula en torno a la fe y la esperanza. Drama teológico cargado de simbolismo, The Vessel indaga en el dolor de un pequeño pueblo costero que, tras el impacto de un tsunami, perdió a la práctica totalidad de los niños que lo habitaban. Desamparados, y con la fe maltrecha, sus escasos habitantes sobreviven en perpetuo duelo pese al esfuerzo infructuoso de un sacerdote estadounidense (Martin Sheen) por restaurarles la ilusión por vivir. En este punto, la figura de Leo, joven superviviente de la tragedia, ejercerá una influencia decisiva en los demás cuando una suerte de milagro acontezca en torno a su figura, repentinamente bañada de un aura profética y sanadora.
Todo en la película gira en torno a la gestión del dolor, al modo en que lidiamos con la pérdida, si es que podemos. En este sentido, recurrir a la religión como tabla de salvación ante los embates que da la vida es comprensible, además de lícito. Quintana, al que supongo creyente, hace bien una cosa: mantiene firme hasta el último momento cierta ambigüedad, consiguiendo que las dudas que acechan a los personajes se resuelvan de un modo razonablemente sobrio y creíble, sin que ello implique rechazar de plano todo misticismo. Aún así, no puede evitar que la tensión entre escepticismo y fe planteada durante todo el metraje se sienta al servicio de un guión un tanto artificioso, en el que los habitantes del pueblo actúan como una masa uniforme y caprichosa, desesperada por creer y cruel cuando surgen trabas que dificultan este objetivo. Tampoco la construcción del personaje principal resulta del todo afortunada, perjudicada como está por un trauma materno-filial que tiene algo de prefabricado (y cuya incidencia en el desenlace se diría más decepcionante que pertinente).
Para sostener este conglomerado de interioridades heridas, Quintana hace pivotar la fe de todos (de los habitantes desorientados, del cura que ve en Leo una posibilidad de atraer de nuevo al rebaño a los brazos del Señor, y del propio Leo, tan desconcertado por los acontecimientos como atrapado por el peso de su pasado y de los errores que cometió) en torno a la simbólica figura del navío del título, cuya construcción acomete el protagonista con los materiales que quedaron en pie tras el impacto de la ola. El agua, elemento clave que en el film adquiere varios niveles de significación (fuerza destructora, sustancia purificadora, origen y fin de todas las cosas), se une al rudimentario barco para materializar el despertar a la fe de los personajes, pero ni la narración tan pautada de Quintana ni el peso de unas imágenes más relamidas que poéticas (pese a instantes de cierta fuerza sugestiva: las ascuas brillando en la noche con las siluetas moviéndose al fondo, por ejemplo) consiguen que ese momento en teoría catártico adquiera emoción y verdad.
A The Vessel, desgraciadamente, le pesa demasiado una solemnidad de tono que no se corresponde con la profundidad o complejidad del material que maneja, cuya enseñanza en torno a la fe, la solidaridad y la necesidad de cicatrizar viejas heridas como forma de encarar los golpes que da una vida a veces inexplicablemente cruel (en la que, como se dice en el film, somos sólo gotas cayendo a un mismo mar) se asemeja más a la que pudiera ofrecernos un libro de autoayuda del montón, antes que a una reflexión verdaderamente indagadora (y necesariamente enigmática, algo que la película de Quintana casi nunca llega a ser) sobre los designios de la existencia y los infortunios que trae aparejados. En este sentido, ni el compromiso de su director, ni el buen hacer de un Martin Sheen cuya mirada transpira una verdad ausente durante el resto de la película, consiguen distraernos de la idea de estar asistiendo a una forma especialmente artera y complaciente de cine religioso, donde importa más salir reconfortado de la sala que afrontar lo que de misterioso e imprevisible hay en la realidad que nos rodea.