La trayectoria de la ucraniana Kira Muratova resulta sin duda uno de los más fascinantes y atractivos episodios de la historia del cine de la Europa del Este. Y es que la maestra nunca lo tuvo fácil. Ya desde sus inicios su estilo particularmente poético y muy propio fue un obstáculo tanto para la aceptación popular de su séptimo arte como para su reconocimiento por parte de las autoridades comunistas, quienes observaban las perlas esculpidas por la autora de El síndrome asténico como extrañas piezas descompensadas y difíciles de interpretar. Ello condujo al destierro del trabajo de la joven cineasta cuyos primeros largometrajes (donde destacaban sobremanera la lírica Brief encounters cinta muy influenciada por el estilo de Michelangelo Antonioni y la elíptica y militante feminista A Long Goodbye) fueron prohibidos por la administración comunista siendo tachados de impúdicos y alejados del espíritu del buen ciudadano. A ello se unió la nula aceptación entre el público que éstos tuvieron. Un público para nada acostumbrado a contemplar unos films caracterizados por una narración difusa y silenciosa, apoyada en flashbacks y saltos en el tiempo evitando en todo momento seguir la línea clásica y por tanto tratando de romper contra lo establecido, punto éste que suponía un claro riesgo.
Después de unos años desplazada de los rodajes, Muratova retornó por la puerta grande en los años 80 con una serie de obras que si bien parecían apartarse de la personalísima grafía de sus arranques preservaban ese retrato abrupto y descarado de la realidad social a través del empleo de un impactante surrealismo que dibujaba el absurdo y la tristeza que empapaba el gris ambiente previo a la caída de la URSS. Unas pinturas negras condimentadas con un espléndido ejercicio de humor negro muy grotesco afeadas con una fotografía que buscaba la mugre y lo desagradable de las cosas en detrimento de la belleza y el artificio pictórico. Sus películas se volvieron más crueles y pesimistas. Tanto con el ser humano como con el devenir de unos acontecimientos futuros que se avecinaban inciertos. Perfilando a sus personajes desde un sentido onírico muy extremo, no prestando para nada atención al envoltorio formal del engranaje externo de sus composiciones. Unos personajes que asomaban como unas sombras deformes, desequilibradas y al límite de la locura utilizando una verborrea muy emparentada con esa interpretación teatral de las nihilistas situaciones a las que se debían enfrentar para sobrevivir en unos parajes inhóspitos no diseñados para el ejercicio de la convivencia pacífica en buena vecindad.
Una vez desarticulada la URSS Muratova siguió desempeñando su labor ya reconocida como uno de los mayores talentos emergidos en el cine post-soviético, manteniéndose fiel a sí misma gracias a la construcción de un conjunto de obras que prolongaron el hechizo que Kira sentía hacia esos antihéroes perdedores con aires de grandeza y mente algo desquiciada. En este sentido, The Tuner se eleva como una de las mejores, en mi opinión la mejor, películas de Muratova e igualmente una de sus más aclamadas y populares. En ella podemos observar todos los ingredientes y paradigmas del singular enfoque que ostenta la autora de Entre piedras grises pero quizás con un elemento que llama la atención: la búsqueda de un mayor refinamiento formal en cuanto a la puesta en escena logrado mediante una preciosista fotografía en blanco y negro que sabe captar con mucho tino el espíritu de esa Rusia de principios del siglo XXI morada por una gama de personajes totalmente desorientados y enajenados.
Y es que The Tuner conquista gracias a su tono ligero de comedia de alta escuela impregnada de crítica social, muy en la línea de ese cine italiano de los años cincuenta y sesenta, diseccionando con precisión y atrevimiento a esa juventud codiciosa e incapaz de compartir sus dichas y desgracias con el resto de mortales a la que le importa un bledo los problemas de sus escasos amigos y parientes que se acercan a sus lindes más bien por el propio interés que por un simple ejercicio de solidaridad humana, y a esa vieja generación crepuscular y decadente que vive en una ensoñación perpetua recordando los viejos buenos tiempos que jamás retornarán.
La película camina con mucha soltura y un ritmo muy enérgico empañando la mirada del espectador con una epopeya que brinda un recorrido por las cloacas sobre las que descansan nuestros actos innatos. Una obra apoyada en un guión para nada reposado y sí muy dialogado que sirve de perfecta plataforma de lucimiento a un elenco de cómicos algo histriones pero sencillamente encantadores con los que resulta imposible no simpatizar en lo que respecta a su trabajo. Muratova deriva el espectáculo hacia terrenos farragosos y por tanto difíciles de digerir. Huyendo del realismo de fábrica para primar la locura sobre el resto de opciones. Y es que las pretensiones de la directora son claras. El mundo es un gran manicomio que cobija a todo tipo de chalados, dementes y demás maniáticos. Una selva en la que la quietud y la reflexión no tienen razón de ser. Un hogar para los chiflados, para los psicópatas y para la puesta en práctica de conductas alienantes que van desde el engaño, la estafa y el timo hasta el desamor, la traición y la deslealtad en provecho del propio beneficio individual y la práctica del que le zurzan al compañero si el que saca ventaja de ello soy yo.
Esto ya es radiografiado desde la primera secuencia del film, la del encuentro de una mujer de mediana edad (que descubriremos más adelante que se trata de una solterona que vive en una lujosa residencia trabajando como enfermera cuidando a una adinerada viuda) con un supuesto pretendiente con el que se intercambiaba misivas de amor. Sin embargo el atractivo hombre que parece esperarla en el parque acabará siendo un impostor quien sacará partido de la solitaria presencia de su falsa amante para estafarla una pequeña cantidad de dinero. Este divertido disparate dará paso a la siguiente escena en la que presentará al protagonista del film, un nervioso, cicatero y trastornado músico quien debido a una serie de casos de mala suerte ha acabado dando sus huesos en un mísero ático junto a una femme fatale de ostentoso pasado pero indigente presente y futuro.
Por una casualidad este desternillante personaje conocerá la demanda de una extravagante millonaria quien necesita de un afinador de pianos para arreglar la pianola que entretiene a sus vetustos huéspedes en unas melancólicas reuniones que tratan de recuperar el sabor de los viejos tiempos. De este modo, gracias a su innato encanto y capacidad de engatusamiento, el afinador de pianos se ganará las simpatías de la vieja aristócrata y también de su enfermera quienes lo acogerán como a un hijo. Sin embargo las incautas ancianas serán desconocedoras de las verdaderas pretensiones del recién llegado que no serán otras que las de usurpar en colaboración con su pareja el dinero y riquezas de las tiernas viejecitas utilizando para ello todo tipo de artimañas y trucos que culminarán con uno de esos tour de force al más puro estilo de la comedia negra clásica. Hasta llegar al mismo la película narrará las rocambolescas situaciones por las que se desenvolverá este aprendiz de ladrón, prestando especial atención a los fracasos prematrimoniales de la descorazonada enfermera, a la recelosa personalidad de la dueña de la casa y a todo un jardín de circunstancias absurdas ideales para la explosión de esa comedia caústica y transgresora marca de la casa Muratova.
Todo ello convierte a The Tuner en un soberbio e hilarante compendio que combina de forma magistral surrealismo, crítica social y un sano ejercicio de disección de esas enfermedades que contaminan nuestra psique haciéndola caer hacia un pozo sin fondo en el que no existe ninguna luz. De este modo el film se eleva como una poderosa y sólida metáfora que esboza las patologías existentes en esa Rusia orgullosa de sí misma pero que sentía vergüenza de lo que se había convertido tras la demolición que supuso el gobierno de Boris Yeltsin. La película no tiene ningún tipo de desperdicio en este sentido, pues Muratova no tuvo ningún problema en clavar su irónico cuchillo con objeto de sacar a la luz de un modo muy poético y divertido el bochorno y ultraje imperantes en una sociedad que había naufragado muy bajo y donde la dignidad era tan solo una palabra sin ningún tipo de contenido semántico.
Una película repleta de personajes desagradables que utilizan a los demás para conseguir sus objetivos. Egoístas, déspotas, codiciosos hasta las últimas consecuencias. Para los que el éxito solo se concibe en forma de dinero y posesiones materiales de modo que la no tenencia de las mismas reduce a las personas a la nada. Que no respetan las jerarquías ni siquiera a las personas mayores. Que las engañan y se ríen de sus arrugas, de su soledad y sus anhelos. A las que ni siquiera un gesto desinteresado (como el manifestado por el personaje de la desdichada enfermera en la escena que desencadenará el timo con el que culminará la acción) les supondrá un mínimo arrepentimiento. Pues las nuevas generaciones solo conocen la crueldad y la carencia de piedad. Desconocen la ternura, la fantasía y el paraíso de la bondad. Una casta parasitaria e incívica reproducida con todo tipo de pelos y señales por Muratova gracias al rostro de ese afinador de pianos y de su gélida cónyuge para los que la vida solo tiene sentido a través del embuste y el artificio.
Desde el punto de vista técnico la cinta es espléndida. A diferencia de otras piezas de Muratova, The Turner evita resbalar en escenarios sucios y cochambrosos para fijar su mirada por contra en la decadencia de una aristocracia en peligro de extinción así como de una clase media más miserable que otra cosa. No obstante si que encontraremos ese estilo tan reconocible de la autora ucraniana como sin duda la presencia de unos intérpretes que deambulan por la cuerda floja de la locura y el desequilibrio que chocan de bruces con la monótona realidad del día a día carente de sentido vertiendo un talante próximo a la bipolaridad. Así como ese humor negro cargado de mala leche que lanza dardos a diestro y siniestro no dejando títere con cabeza. Todo ello construido con una estructura cinematográfica de calidad. Con un montaje preciso y milimétrico que no abusa ni de primeros planos ni de planos generales, dejando que las imágenes dialoguen solas situando la cámara en el lugar justo para tejer el envoltorio necesario con el que los actores puedan desplegar todo su arsenal. Movimientos de cámara muy suaves y contenidos, concisos, sencillos y estables que buscan conferir un entorno apacible a una trama muy inquietante que nada tiene de pacífica. Pero sin perder de vista ese caos apocalíptico desgranado en sus grandes obras. Esto es The Tuner, una película que deja poso y que merece mucho la pena, cocinada por la mente privilegiada de uno de los cerebros femeninos del séptimo arte que hay que reivindicar como uno de esos autores que marcaron, marcan y marcarán el destino de este arte al que tanto amamos. Grande Kira Muratova.
Todo modo de amor al cine.