Nos situamos en septiembre de 2021, en el marco del Fantastic Fest, neofestival texano imbuido por la vindicación del género fantástico que programa con igual orgullo obras de cineastas consolidados como de perfectos desconocidos. De entre estos últimos, un joven director griego de 36 años consigue llamar poderosamente la atención de propios y extraños con su particular y vanguardista aproximación al manido universo Stephen King. La estupefacción de público y crítica ante The Timekeepers of Eternity se traslada temporal y geográficamente —como si de un quiebro del tiempo se tratara— hacia el asombro que ha venido despertando entre las audiencias del Atlantida Film Fest de Filmin.
Y no es para menos: Aristotelis Maragkos consigue, en su primer largometraje, resquebrajar cualquier expectativa y prejuicio y ofrecer al incauto espectador una experiencia genuina y disruptiva, que raramente le dejará indiferente. Para ello se vale de un material ya existente (The Langoliers de Tom Holland) y realiza un ejercicio de remodelaje estético y remontaje que no hace más que ratificar la importancia del proceso de edición en los meandros del lenguaje cinematográfico. El relato es sencillo: durante un vuelo a Boston desaparecen sin razón aparente la mayoría de pasajeros del avión. Los diez únicos supervivientes (cuando sobrevivir aquí significa estar presente), que durante la evanescencia corporal de toda la tripulación habían cedido a los encantos de Morfeo, descubren que el suceso tiene una afectación mucho más amplia, y que el impacto de las desapariciones tiene escala mundial. A través de turbulencias dramáticas e implicaciones de carácter espacio-temporal, el grupo de protagonistas deberá descubrir qué ha ocurrido y cómo pueden volver a restablecer las normas aparentemente inalterables del tiempo, al mismo tiempo que combaten contra los monstruos que dan nombre al film.
Por suerte, el experimento no consiste únicamente en una relectura de esta —fallida, por lo que hemos leído— miniserie de los años 90 (y un recorte de casi dos terceras partes del metraje original), sino en la capacidad expresiva del formato y de las técnicas de collage usadas por Maragkos para abrir nuevos caminos en su singular interpretación de los textos de King y Holland. El cineasta no solo poda los excesos narrativos de Holland: crea un ente nuevo e independiente. Para dar “cuerpo” a la imagen y dotarla de una esencia tangible, Maragkos imprimió cada uno de los fotogramas de la película de Holland y los (re)trabajó y (re)sincronizó a 18 fotogramas por segundo. Desde esta posición, la primera obra del griego es pura inventiva: capas que se superponen, planos que entran en diálogo con otros planos de forma simultánea (con muchas decisiones que, felizmente, evitan el sobado plano-contraplano de las conversaciones entre personajes), capacidad táctil de la imagen, etc.
Si bien la naturaleza discursiva del relato de King —y la adaptación de Holland— se mantiene en The Timekeepers of Eternity (el ser humano es el peor enemigo, el verdadero monstruo, para el propio ser humano) y existen evidentes semejanzas en el desarrollo de la trama (aunque muchas veces prodigioso, el montaje no puede hacer milagros), Maragkos ha firmado un film único, refractario, que funciona a base de un juego de reflejos y grietas, idóneamente figurados por la reconstrucción en papel del telefilm original. Una de las grandes cualidades de la obra de Maragkos descansa en su triunfo ante la difícil misión de dotar de fisicidad a la imagen. Los fotogramas están vivos: tienen grano, se rasgan, se arrugan, se agrietan. Esa fractura orgánica de la imagen fílmica cobra sentido en la medida en la que se ajusta a los quiebros emocionales y a la narrativa por capas propuesta por el cineasta griego.
En ese sentido, la apriorísticamente arriesgada apuesta formal de Maragkos se eleva triunfalmente como un brillante ejercicio de ‹decoupage› y reensamblamiento y de alteración de la imagen cinematográfica. La cualidad táctil de los fotogramas da pie a relaciones metatextuales (¡y metatexturales!) con la obra original y permite resignificar incluso los arcos o las derivas de los personajes de la miniserie, agregando profundidad a la historia y consiguiendo levantar ideas que funcionan tanto en el plano conceptual como visual (las rasgaduras de papel del joven empresario, que tienen su símil formal en las roturas y los pliegues que forma el papel agrietado de los fotogramas). En su acto de repetición y reinterpretación, Maragkos ha creado una criatura distinta, anárquica y marginal, dónde el papel rasgado consigue expandirse terroríficamente hasta devorar, como también ocurre con el tiempo, todo aquello en lo que creemos.