Pocas cinematografías poseen imaginarios tan ricos y fértiles como la asiática; y ya no nos referimos solamente a esa construcción de universos únicos y distinguibles, sino asimismo a los personajes que los integran, la habilidad para reformular los escenarios en los que se mueven y, claro está, la belleza que han sido capaces de condensar a través de imágenes, si bien no icónicas, cuanto menos reconocibles en el imaginario popular.
Un rasgo que se atribuye en especial a la factoría Ghibli, pero que ha hallado extensiones en las ultimas dos décadas tanto en cineastas también nipones tales como Mamoru Hosoda o Makoto Shinkai, como en cinematografías adyacentes desde títulos como Una vida errante (Eric Khoo, 2011), Big Fish & Begonia (Liang Xuan & Zhang Chun, 2016) o Deep Sea. Viaje a las profundidades (Tian Xiao Peng, 2023); precisamente del gigante asiático, de donde provienen las dos últimas producciones citadas, en el que parece estar emergiendo una corriente de cineastas interesados en una animación que privilegia la plasticidad de sus estampas, proviene Yang Zhigang, quien tras debutar con Yahufa regresa en esta The Storm donde tanto lo visual como esa construcción de delicados y detallados microcosmos otorgan un salto cualitativo a la animación.
Es, de hecho, en esto último, donde pone particular empeño el cineasta chino, comprendiendo el entorno en el que se moverán sus personajes como un componente indispensable en la composición de la naturaleza de un film que se concreta y funciona a través de esos estímulos; puesto que, y aunque en ocasiones puede que en lo descriptivo, en la introducción de nuevos personajes y en el avance de la trama, peque de vaga, lo cierto es que son esos elementos los que dotan de un carácter diferencial a su esencia, ya sea resiguiendo el relato con sinuosidad o dando pie a algunas de sus secuencias más logradas.
No, ello no implica ni mucho menos que estemos ante una obra vacía que se fundamenta en lo visual y desatiende otras facetas, algo que queda constatado principalmente en la relación del pequeño protagonista con su padrastro, cuyo lazo afectivo, mucho más emocional de lo que suele deslizarse de una relación no consanguínea, se palpa por momentos con una fuerza y una ternura destacables en pantalla: ya no es que la búsqueda incesable del pequeño Mantou para evitar que su padrastro complete una transformación que le condenará arroje una noción sobre dicho lazo, sino que cada obstáculo y el modo en cómo lo afrontan dibuja con trazo la emotividad que se desprende en ocasiones del relato.
Todo ello, acompañado de un particular sentido de la aventura, así como de un apartado visual que crece paulatinamente y dota de una dimensión distinta a algunas de las secuencias de The Storm, hacen del nuevo trabajo del chino una propuesta tan apreciable como apetecible en tanto es capaz de controlar sus atributos y conceder la importancia adecuada a cada elemento narrativo; algo que no siempre es así, en especial si atendemos a un final sobrecargado y que confunde épica con exceso y abundancia, y que sumado a su trazo impreciso delineando una introducción en la que el papel de algunos personajes se antoja difuso o caprichoso, hacen que el torrente desde el que confluye The Storm en algunas de sus estampas imposibles se sienta tan desaprovechado como preso de una potencia que, como suele suceder, sin control no sirve de nada.
Larga vida a la nueva carne.