Sin duda alguna, Joanna Hogg fue una de las cineastas revelación del año pasado que, con The Souvenir, una película deslumbrante a la vez que intrigante, consiguió estar en boca de buena parte del público festivalero y de toda la crítica. La directora, que ya contaba con tres títulos previos, era casi una total desconocida en el panorama cinematográfico internacional y, al parecer, ha conseguido el reconocimiento que merecía al crear un film a partir de su experiencia personal. Pero The Souvenir no es un ‹biopic› ni tampoco un film-diario que recoja los pensamientos cotidianos o algún suceso impactante de la vida de la directora, sino un ejercicio artístico que se basa en la construcción meditada de espacios físicos que reconducen la trama hacia sensaciones concretas, hacia ideas complejas.
Al igual que en Exhibition (2013), Joanna Hogg se interesa por la unión entre la estética y el sentimiento contenido de una protagonista que pasa por un cambio esencial en su vida. Julie es una estudiante de cine que desea hacer un documental en blanco y negro acerca de la Sunderland más pobre y que se enamorará de un trabajador del Ministerio de Asuntos Exteriores del Reino Unido, culto, refinado y adicto a la heroína. Para sobrellevar su relación tóxica y no hundirse en el reflejo de su alarmante condición, tomará una serie de decisiones que la llevarán a crecer y a madurar tras tropezar y ahogarse en su propio llanto. Como si de un juego de espejos se tratase, la puesta en escena del film reconstruye las imágenes del cuerpo de Julie para denotar su fragilidad y evolución. No hay nada totalmente claro en las idas y venidas de la chica que, enamorada pero también consciente de su enrevesada nueva vida, se debate entre los muros de un apartamento asfixiante mientras intenta socializar lo máximo posible en el exterior.
La fragilidad, la desubicación y la impotencia son los tres elementos con los que Hogg ha trabajado desde el principio de su carrera y en The Souvenir vuelven a sobrellevarse mediante una impresionante y adecuada forma. La sutileza de escenas como en las que Julie se para delante de un espejo ligeramente convexo para ver su rostro desfigurado y partido, algunos planos girados levemente que demuestran la inestabilidad de su cuerpo y corazón, así como las breves escenas que muestran a los personajes reflejados en espejos rotos, difuminados o, simplemente, de espaldas, funcionan como auténticos ejemplos de lenguaje puramente visual. Joanna Hogg decide adecuar así sus vivencias personales en la década de los ochenta, haciendo de cada imagen una ventana temporal que puede leerse en clave autobiográfica o dramática. Explorando la cara gris del amor y la madurez mediante una puesta en escena que tiende al gesto y a la emoción contenida. Pintando un cuadro o componiendo un tema que rescata lo mejor de un cine del ayer y otorga al de hoy una dimensión tan fresca como hermética.
Es adicto a la HEROÍNA, que es infinitamente más sórdido que sólo cocaína.
Gracias por el apunte, ya está rectificado.
Saludos